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Revolución #131, 1 de junio de 2008

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El asesinato de Sean Bell y la
re-klanificación de Estados Unidos

Este artículo salió por primera vez en el portal de El mundo no puede esperar – Fuera el gobierno de Bush (worldcantwait.org) y se publica a continuación con permiso del autor.

Al comienzo de su charla de 2003 “Revolución: Por qué es necesaria, por qué es posible, qué es”, Bob Avakian, presidente del Partido Comunista Revolucionario, describe los ríos de sangre negra que vierten en el océano de la historia estadounidense. Tras relatar con coraje unos de los incidentes de linchamiento más horrorosos que han ocurrido en suelo estadounidense, cita al autor de un libro sobre el asunto, que dijo: “Es dudable que cualquier hombre negro criado en el sur rural en el período de 1900 a 1940 no haya sido traumatizado por el temor de ser linchado”.

Un poco más tarde, Avakian modifica la observación del autor para ponerla al tanto de la sociedad moderna: “Pero hoy es más que nada la policía—que abiertamente como policías—llevan a cabo la brutalidad y el terror contra los jóvenes negros y la gente negra en general”. Agrega: “Aplicando lo que dijo ese autor acerca del linchamiento, se puede decir: ‘Es dudable que haya un joven negro criado en Estados Unidos hoy, sea en el sur o en el norte, que no tiene un verdadero temor de ser brutalizado o incluso asesinado por la policía’”.

Tras el 25 de abril, ha sido muy difícil no oír el eco de las palabras de Avakian. Desde luego, ese fue el día en que el sistema estadounidense de “justicia criminal” nos acordó que la ejecución de negros a manos de la policía es legal en este país.

¿Será que tal caracterización del veredicto de no culpable que recibieron los policías de Nueva York—Marc Cooper, Gescard F. Isnora y Michael Oliver—por el asesinato de Sean Bell, un hombre negro de 23 años, es muy extrema? Si te parece así al principio, tal vez es porque los principales medios de comunicación y grandes sectores de la población, aun aquellos que honestamente sienten indignación por el veredicto, son muy reacios al describirlo en esos términos. “Se pasaron de la raya”, dirían en coro.

Fue un asesinato, lisa y llanamente

Pero, imagínate que eres Sean Bell: estás celebrando con tus amigos antes de casarte al día siguiente. Te subes al carro para salir de la pachanga, cuando de repente varios hombres te encañonan con sus revólveres. Ni tú ni tus amigos están armados; ni siquiera están cometiendo un delito. Sin embargo, los hombres disparan 50 veces. ¡50 veces! Por un momento, imagina el sonido, la sensación, el estallido de 50 balas que vuelen hacia ti. Imagina la sensación cuando 11 de esas balas te pegan en la cara, los hombros y las piernas (como le pasó al amigo de Bell, Joseph Guzman) o cuando cuatro disparos mortales te entran por los brazos, los pulmones y el hígado (como le pasó a Bell).

Ahora imagina ser los padres de Sean Bell. Llegas desesperado al hospital, ya enterado de que algo horrible le pasó a tu ser querido. Pero los médicos no te permiten ver a tu hijo ni te dicen qué está pasando. Cuando al final lo ves, está sin vida. Al igual que sus amigos acribillados, está esposado a una camilla.

¿Qué otro nombre tiene eso, sino una ejecución? Y después de un proceso de dos meses en que parecen enjuiciar a los amigos de Bell y no a los agentes que les dispararon, un juez declara que esos matones literalmente no hicieron nada malo, entonces ¿qué conclusión puedes sacar sino que para el sistema judicial de Estados Unidos no hay nada malo en ejecutar a la gente negra?

Para llegar a otra conclusión diferente, tendrías que argumentar básicamente una de dos cosas: 1) que Sean Bell y sus amigos hicieron algo que justificara los 50 disparos policiales, o 2) aunque de hecho son ultrajes el asesinato de Sean Bell y la declaración de no culpable a los tres policías, son excepciones al trato normal de los afroamericanos en el sistema de “justicia penal”.

Respecto al primer punto, empecemos con la versión del Departamento de la Policía de Nueva York sobre los sucesos del 25 de octubre de 2006 frente al club Kalua: Los policías que están ahí le oyen decir a Guzman: “¡Tráeme la pistola!” durante un altercado con un grupo de hombres en el club. Los agentes persiguen a Guzman, Bell y sus amigos hasta que llegaron a su coche y les permitiron salir del club, pero luego lo bloquean en una calle cercana. Los agentes desenfundan sus armas y se identifican claramente como policías. Bell y sus amigos tratan de salir del estacionamiento, el coche con sacudidas avanza hacia los policías. Los agentes empiezan a disparar.

Bueno, antes de proceder, hay que señalar o cuestionar varios detalles: 1) Guzman ha negado rotundamente haber dicho: “Tráeme la pistola”. Dijo en el tribunal: “No dije eso. De donde yo soy, ese farol no sirve”. 2) Si los policías creían realmente que Guzman o uno de sus amigos tenían un arma, y estaban dispuestos a usarla, ¿por qué los permitieron subirse al coche y salir del club Kalua? 3) Los amigos de Bell y otros testigos disputan la afirmación de que los agentes se identificaron como tal. 4) Si los amigos de Bell están diciendo la verdad y los policías no se identificaron como tal, ¿quién no hubiera salido del lugar al ver las armas encañonadas? 5) Una bailarina del club Kalua dijo en su testimonio que, en realidad, el agente Oliver les disparó a Bell y a sus amigos en cuanto el vehículo policial chocó con el de Bell, al tratar de bloquearles el paso.

Ahora bien, a pesar de todo eso, pongamos que la policía está diciendo la verdad. Digamos por un momento que la historia no está repleta de policías que mienten sistemáticamente para justificar la brutalidad o el asesinato de gente de color. Imaginemos que los huecos de clavo en el departamento de Fred Hampton fueron realmente huecos de bala; que el ex detective de Los Ángeles y ahora comentarista del Noticiero Fox, Mark Fuhrman, nunca se pilló en una grabación, jactándose de “sembrarles” pruebas a personas de color; que el escándalo de Rampart—que comprobó la existencia de muchos más Fuhrmans en el departamento—nunca ocurrió; que no se descubrió que desde los años 70 a los años 90, la policía de Chicago torturaba muchísimas veces a los afroamericanos para sacarles confesiones. En otras palabras, pongamos que no hay razón alguna para dudar de la versión de la policía de Nueva York sobre lo que le pasó a Sean Bell, y por un ratito vamos a aceptar la versión policial como hecho irrefutable.

Entonces, según su versión de los hechos, la policía disparó 50 veces—tantas veces que tuvieron que dejar de disparar para recargarse—contra unos hombres desarmados y que no estaban cometiendo delito alguno.

Entonces, ¿en qué universo se justificarían los disparos contra Sean Bell?

No fue la primera vez... ni la segunda... ni la tercera

No obstante, ¿es la muerte de Sean Bell verdaderamente emblemática del trato que las leyes y la sociedad estadounidenses les dan a los afroamericanos? ¿O es simplemente testimonio de unos cuantos policías fuera de control y un juez corrupto?

Pregúntales a las familias de Nicholas Heyward, un niño de 13 años que la policía de Nueva York mató mientras jugaba con una pistola de juguete en 1994... o de Michael Ellerbe, de 12 años de edad, que la policía estatal de Pennsylvania asesinó en 2002... o de Paul Childs III, un joven de 15 años con discapacidad que la policía de Denver mató en 2003... o de Timothy Stansbury Jr., un joven negro de 19 años que la policía de Nueva York asesinó en 2004... o de Devin Brown, un muchacho de 13 años que la policía de Los Ángeles mató en 2005... o de DeAunta Farrow, de 12 años de edad, que la policía de West Memphis asesinó en 2007, otra vez mientras jugaba con una pistola de juguete. En todos esos casos, las víctimas eran negras. En ningún caso se enjuició a los agentes, ni hablar de condenarlos.

Si quieres captar de una manera aún más profunda lo comunes que son estos asesinatos, he aquí un experimento rápido: Simplemente haz una búsqueda en Google de las palabras “Policías matan a niño desarmado”. Nota cuántos resultados salen, cuántos niños asesinados no eran de color, y cuántas veces se acusaron a los agentes involucrados. Recuérdate que se trata solamente de los incidentes conocidos, recopilados por Google y en que las víctimas eran niños.

Y como dice la cita de Avakian al comienzo de este artículo, así como los linchamientos aterrorizaban a los afroamericanos en general y no simplemente a los miles colgados de los árboles, por igual el impacto del asesinato policial se extiende mucho más allá de las personas muertas. Millones de jóvenes negros y latinos se despiertan en la mañana sabiendo que nada les protegerá de la policía, que los puede matar a tiros igual como le hizo a Sean Bell.

Los que logran evitar tal destino viven con la amenaza constante de que la policía los hostigue física o psicológicamente, aun al realizar actividades cotidianas como pasear en el parque o ir a la tienda de la esquina para comprar una gaseosa. La policía de Nueva York detiene y esculca a cientos de miles de jóvenes y hombres negros y latinos cada año, y la gran mayoría no está cometiendo ningún delito. En 2006, la policía de Nueva York detuvo a más de 500.000 personas en la calle, pero en el 90% de los casos no hubo citaciones ni arrestos. La inmensa mayoría eran negros y latinos. Esa es otra realidad que ninguna persona de color puede evitar, y no importa si la han detenido 20 veces, 10 veces o ni una sola vez.

Tras el veredicto...

A dos semanas de declararles no culpables a los policías que asesinaron a Sean Bell, dos incidentes ocurrieron que sirven para acordarnos con especial contundencia que su muerte de ninguna manera fue un caso aislado.

El primero fue el 2 de mayo: Douglas Zeigler—el comandante negro de más alto rango del departamento de policía de Nueva York—estaba sentado en su coche en el distrito de Queens cuando dos policías blancos se le enfrentaron y trataron de abrir la puerta de su coche a la fuerza, después de que Zeigler se identificó como jefe del departamento de asuntos comunitarios de la policía. Por lo visto, para los dos agentes el hecho de que posiblemente sea su superior era de menor importancia a que era negro. El departamento de policía ha reconocido que los agentes lo trataron con “descortesía”.

El senador estatal Eric Adams, hablando sobre el incidente, dijo: “La única diferencia entre Sean Bell y el comandante Zeigler es, en mi opinión, que el jefe Zeigler no movió la mano hacia la guantera. Si lo hubiera hecho, habría ido al mismo destino [que Bell] en el depósito de cadáveres, en vez de ir a casa”.

Luego, la noche del 6 de mayo, la ciudad de Filadelfia vio lo que se podría llamar, y con toda justicia, el Rodney King II: se pilló en video a un grupo de 10 a 15 policías que a la fuerza sacaron de su coche a tres hombres negros, y les pegaron a puntapiés y con macanazos despiadados mientras los hombres estaban en el suelo completamente indefensos. El video realmente da rabia y hay que verlo para apreciar que fue una atrocidad horrenda (http://abcnews.go.com/TheLaw/wireStory?id=4801701). Si las víctimas fueran perros en vez de afroamericanos, seguramente habrían estallado protestas airadas por todo el país.

Ahora los tres hombres golpeados están en la cárcel, acusados de tentativa de asesinato. A los policías responsables de las golpizas no los acusaron de nada.

¿Qué más pruebas se necesitan para ver que la violencia y la crueldad policiales contra los negros están profundamente arraigadas en la sociedad estadounidense?

Un aumento vengativo de la violenta supremacía blanca tradicional

Pero el cuadro más amplio en que ocurrió el asesinato de Sean Bell incluye más que la brutalidad policial sistemática contra personas de color. Su muerte es parte de un panorama social, cultural y político en que la violencia física y psicológica contra los afroamericanos es cada vez más común y legítimo.

Las decenas de miles de personas que fueron a Jena en el invierno para demandar libertad para los 6 de Jena, y las miles que han protestado con valentía y desafío para condenar la absolución de los policías que asesinaron a Sean Bell, son ejemplos de “esperanzas” reales para un “cambio” real.  Pero la resistencia a la reklanificación de Estados Unidos, así como la resistencia al programa de Bush en general, tiene que sostenerse y extenderse sin tregua.

Tomemos, por ejemplo, el caso de Megan Williams, una desconocida para una persona del pueblo, aun en los círculos progresistas del país.

En el otoño, una chusma de blancos secuestró a Williams, una mujer negra de 23 años de Virginia del Oeste, y la sometieron a una pesadilla que duró una semana. En su cautiverio la violaron y la golpearon repetidas veces; la obligaron a comer excremento de rata; la quemaron con agua caliente; la asfixiaron con un cable; y le apuñalaron la pierna mientras le decían “nigger”. Cuando la policía la encontró, ella gritó “Ayúdenme”.

Los fiscales, en vez de pedir la sentencia máxima para los acusados, ofrecieron reducir la gravedad de las acusaciones. A dos acusados los condenaron a diez años de cárcel, y a otros dos les dieron penas más largas que conllevan la posibilidad de salir en libertad condicional en menos de diez años. Megan Williams y su familia han expresado indignación por las sentencias y las acusaciones reducidas, y han pedido protestas.

Sin embargo, increíblemente, no han surgido significativas manifestaciones públicas de coraje, ni atención prolongada de parte de los importantes medios de comunicación. De hecho, es probable que la mayoría de la población nunca lo haya oído mencionar.

Más o menos dos meses después del secuestro y la tortura a Williams, al mariscal de campo de la NFL Michael Vick, un negro, lo condenaron a 23 meses de cárcel por matar y torturar a perros. ¿Y cuál incidente suscitó más atención mediática y más indignación pública?

Piensa en todo lo que hemos visto en los últimos tres años. En agosto de 2005, tras el huracán Katrina, las autoridades abandonaron a ahogarse o a morirse de hambre a miles de afroamericanos de Nueva Orleáns, y por días se hizo caso omiso de sus gritos de socorro desde los techos. Miles de residentes intentaron cruzar el puente sobre el río Misisipí para llegar al pueblo de Gretna, de mayoría blanca, y escaparse de la ciudad inundada, pero la policía los hizo regresar a punta de pistola. A los que sacaron comida y agua de las tiendas, que el gobierno no les daba—o que se volvieron locos temporalmente por los horrores que los rodeaban—los tildaron de “saqueadores” y la gobernadora de Luisiana, Kathleen Blanco, mandó a la Guardia Nacional para “tirar a matarlos”. La compañía Blackwater—sí, esa Blackwater—patrullaba las calles de la ciudad con metralletas. Para colmo, Barbara Bush dio esta evaluación de las masas evacuadas al Astrodome de Houston: “Mucha gente aquí en el estadio, pues es gente desfavorecida y estar aquí les cae muy bien”. El representante Richard S. Baker dijo del huracán: “Por fin se ha limpiado la vivienda pública de Nueva Orleáns. No lo pudimos hacer nosotros, pero Dios lo hizo”. Durante el invierno, el gobierno de Nueva Orleáns empezó a demoler cuatro unidades de vivienda pública con aproximadamente 4.500 departamentos, que alojaban principalmente a gente de color.

Un año después, en el otoño de 2006 y de nuevo en el estado de Luisiana, un estudiante negro se atrevió a sentarse bajo un árbol “solo para blancos”; sí, “solo para blancos”. Al día siguiente, se colgaron dogales del árbol. Sí, dogales. Un grupo de estudiantes negros se sentó bajo el árbol como protesta. En vez de felicitarlos por su valentía frente a un delito de odio, el fiscal estatal, Reed Walters, los amenazó en una reunión escolar, advirtiéndoles: “Tengo el poder de arruinar su vida de un plumazo”. Unos estudiantes blancos atacaron a un estudiante negro en una pachanga, pero el castigo máximo que recibieron fue una condena condicional probatoria para uno de ellos. Luego, unos estudiantes blancos le encañonaron con un revólver a un estudiante negro en un estacionamiento. Se presentaron acusaciones... contra los estudiantes negros, por haberles arrebatado el revólver. Al final, estalló una pelea a puñetazos y se internó brevemente en un hospital a un estudiante blanco. A seis estudiantes negros los acusaron de tentativa de asesinato. Hasta la fecha, los 6 de Jena están todavía en la cárcel.

Pronto, aparecieron dogales en ciudades y pueblos de todo el país, por ejemplo en la puerta de la oficina de la profesora negra Constantine Madonna, de la universidad Teachers’ College en la ciudad de Nueva York, en octubre de 2007. Se tomó acción... contra Madonna, pues actualmente la están investigando por plagio. No se ha arrestado a nadie por colgar el dogal en su puerta.

En enero de este año, el día de Martin Luther King, los supremacistas blancos marcharon en Jena. Con armas. ¿Es necesario decir más?

En los últimos tres años, el “cómico” Michael Richards le gritó “nigger” varias veces a un espectador negro que lo estaba hostigando, y le dijo: “Hasta hace 50 años, te habríamos puesto patas arribas con un pinche tenedor metido por el culo”.

Asimismo, el queridito personaje de la radio Don Imus se refirió al equipo de baloncesto femenil de la Universidad Rutgers, que tiene una mayoría de jugadoras negras, como “putas de pelo chino”; y por supuesto, ha regresado al aire.

Una “cultura de avaricia, odio, intolerancia e ignorancia”

Podría darles un montón de ejemplos más, pero he aquí lo importante: Muchas veces se señala que si el fascismo llega a Estados Unidos, no vendrá literalmente con svásticas y hombres de camisas pardos que marchan a paso de ganso. De la misma manera, si se deshacen los logros del movimiento de poder negro y Estados Unidos vuelve a ser el estado de supremacía blanca abierta que existió en los tiempos de la esclavitud y las leyes Jim Crow, no se manifestará con plantaciones, el látigo, la fuente de agua “para gente de color” ni el árbol para linchamientos.

No, el racismo violento contra los negros no empezó con el gobierno de George W. Bush; ese fenómeno era parte de la vida del país siglos antes de que Bush naciera y continuara aun durante su primer turno. Sí, aun después de los logros de los años 60, el país ha vivido una “segregación de facto”: es decir, la severa discriminación institucionalizada en la vivienda, el empleo, la educación y toda faceta de la sociedad. Es más, en las últimas décadas, la población negra en las cárceles ha crecido vertiginosamente, obligando a millones de afroamericanos a pudrirse en reclusión, muchas veces por delitos no violentos causados por la pobreza.

Sin embargo, un pasaje de la Convocatoria—la declaración de la misión de El Mundo no Puede Esperar/Fuera Bush y su Go-bierno—señala la conexión muy significativa entre el gobierno de Bush y los incidentes de patente racismo asesino, como el asesinato de Sean Bell: “Tu gobierno impone una cultura de avaricia, odio, intolerancia e ignorancia”.

El resultado del programa de Bush de asesinato, tortura y deshumanización sistemáticos, y la falta hasta ahora de una resistencia social masiva a ese programa, es que las fuerzas que quieren regresar el país a los tiempos del linchamiento y el Ku Klux Klan se han envalentonado para tomar la iniciativa.

¿Es inevitable que esas fuerzas de supremacía blanca tengan éxito? De ninguna manera. Las decenas de miles de personas que fueron a Jena en el invierno para demandar libertad para los 6 de Jena, y las miles que han protestado con valentía y desafío para condenar la absolución de los policías que asesinaron a Sean Bell, son ejemplos de “esperanzas” reales para un “cambio” real.

Pero la resistencia a la reklanificación de Estados Unidos, así como la resistencia al programa de Bush en general, tiene que sostenerse y extenderse sin tregua. Porque las fuerzas del otro lado no la ablandarán.

Me parece apropiado concluir con la letra de hace 12 años del rapero NAS:

“Creí que jamás la iba a ver, pero me golpeó la realidad.
Mejor entérate antes de que tu tiempo se acabe, qué chinga’os”.

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Revolución: por qué es necesaria, por qué es posible, qué es
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