Del Servicio Noticioso Un Mundo Que Ganar:
En vez de deportaciones, el gobierno de Estados Unidos debería saldar su deuda imperial con Centroamérica
15 de julio de 2016 | Periódico Revolución | revcom.us
4 de julio de 2016. Servicio Noticioso Un Mundo Que Ganar. El siguiente artículo de Joseph Nevins apareció por primera vez en el sitio web NACLA.org. Se reimprime con permiso del autor.
Unas familias centroamericanas en el toldo de un tren de carga rumbo a cruzar la línea de México a Estados Unidos, julio 2014. Foto: AP
El 12 de mayo, Reuters reveló que el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) está preparado para emprender una “escalada” de deportaciones de 30 días. El calificativo dado a la operación sugiere una campaña de tipo militar — el objetivo manifiesto es arrestar y deportar a cientos de adultos, madres y niños de El Salvador, Guatemala, y Honduras llegados después del 1º de enero de 2014, a los que les han ordenado dejar Estados Unidos, pero siguen ahí sin autorización. Según Reuters, la operación constituirá “la más grande ola de deportaciones de familias inmigrantes por la administración Obama este año”.
Los informes sobre la inminente escalada han generado manifestaciones, muchos afirman que los potenciales blancos de la operación son de hecho refugiados como los define el derecho internacional. Son individuos que tienen “fundados temores de ser perseguidos por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas” y no pueden contar con que sus gobiernos nacionales los protejan. Por esto, los críticos (desde defensores de los derechos de los inmigrantes, pasando por Bernie Sanders, y hasta demócratas tradicionales) argumentan que las mujeres y los niños del “Triángulo Norte” de Centroamérica, que se dice están “ilegalmente” en Estados Unidos, tienen el derecho a quedarse en el país — aunque sea temporalmente.
Este argumento tiene sin duda su mérito, pero su crítica a la política de la administración Obama acepta la estrecha definición internacional sobre quién “merece” asilo y quién no. El resultado es que la crítica solo puede ser efectiva al grado en que las autoridades de Estados Unidos acepten y reconozcan que los seres humanos que ellos persiguen están bajo una tremenda amenaza en sus países de origen. En este marco, los potenciales deportados no tienen derecho a estar en Estados Unidos por lo que son —como seres humanos— sino por una decisión que se basa en qué les han hecho, o podrían hacerles, fuerzas nefastas en el caso de que sean deportados.
Bob Avakian, "¿Por qué viene gente de todo el mundo?"
Al simplemente pedirle a Washington que sea más incluyente en manera de clasificar a quiénes están bajo amenaza, la crítica, respaldada por muchos progresistas, le permite al gobierno de Estados Unidos seguir siendo el árbitro que decide quién permanece y quién no, garantizando así futuras oleadas de deportaciones. Además, descarta una noción amplia de los derechos humanos, en particular el derecho al libre tránsito. Aunque uno se niegue a aceptar ese derecho, un concepto básico de justicia exige reconocer que la migración que supone el movimiento de gente de partes del mundo explotadas y relativamente empobrecidas hacia países de riqueza y privilegios relativos, es, o por lo menos debería ser, un derecho que surge de una deuda — una deuda imperial. El derecho a la migración, en otras palabras, es una forma de reparación.
Veamos tan solo el caso de uno de los países centroamericanos de donde han huido los potenciales deportados: El Salvador. Como han señalado Elise Foley y Roque Planas, aunque la administración Obama sostiene que el país es lo suficientemente seguro para los deportados, considera que El Salvador es muy peligroso para el Cuerpo de Paz estadounidense. A causa de “el ambiente de seguridad en curso” en El Salvador, el Cuerpo de Paz suspendió sus operaciones allí en enero.
No cabe duda de que El Salvador es muy peligroso — no lo es menos para los deportados desde Estados Unidos, muchos de los cuales han sido asesinados tras su forzado regreso. La tasa de homicidios del país es 22 veces mayor que la de Estados Unidos. En los primeros tres meses de 2016 se registró casi un asesinato por hora, haciendo del país uno de los más violentos del mundo. Al igual que en Guatemala y Honduras, las pandillas criminales son un azote para el país, y la diferencia entre miembros de pandillas y policías y soldados con frecuencia es muy borrosa. Pero la horrible violencia en El Salvador no es nueva, ni se limita su creación al territorio del país. Como en el caso de muchos de los países de Latinoamérica, las raíces de la violencia en El Salvador están vinculadas al antiguo proyecto de Washington por la dominación del hemisferio.
Durante la década de 1980, cientos de miles de salvadoreños huyeron del terror asociado a la brutal guerra civil del país y se dirigieron a Estados Unidos — normalmente entraron de manera clandestina ya que la administración Reagan, con raras excepciones, se negó a concederles el estatus de refugiados. No fue sino hasta 1990, cuando la guerra en El Salvador y la Guerra Fría llegaban a su fin, que el gobierno estadounidense les concedió el Estatus de Protección Temporal a los salvadoreños que vivían en Estados Unidos, poniéndolos en lo que la socióloga Cecilia Menjívar ha caracterizado como un “limbo legal”.
La vida en los barrios donde se instalaron los refugiados salvadoreños ayudó a generar el problema contemporáneo de las pandillas salvadoreñas en El Salvador. Como escribe la antropóloga Elana Zilberg en su libro Spaces of Detention: The Making of a Transnational Gang Crisis Between Los Angeles and El Salvador [Espacios de detención: La creación de una crisis pandillera trasnacional entre Los Ángeles y El Salvador], muchos de los jóvenes fueron producto de la misma violencia de la que estaban escapando.
Muchos jóvenes salvadoreños habían perdido familiares por la guerra civil salvadoreña, o fueron abandonados por sus padres que huían de la persecución política o por razones de pura supervivencia económica. Habían visto cuerpos torturados y partes de cuerpos humanos de camino a la escuela. Estando en la escuela o en las calles, los niños de escasos 12 años eran violentamente reclutados en el ejército. Los niños se unían a las guerrillas — desde muy pequeños, a veces a la fuerza. Algunos aprendieron a hacer cocteles molotov, a matar y a torturar. Esta era la historia que llevaban a cuestas, una historia financiada por Estados Unidos.
Al llegar a El Norte, una gran cantidad de ellos, en particular los que vivían en Los Ángeles y sus alrededores, se encontraron viviendo en comunidades pobres y a menudo en la miseria en las que las pandillas ya tenían una fuerte presencia. Las condiciones marginales en las que subsistían muchos jóvenes salvadoreños, junto con las violentas historias que encarnaban, llevaron a muchos jóvenes a formar pandillas, en particular por razones de autoprotección.
Como sugiere Zilberg, Estados Unidos financió gran parte del terror asociado con la guerra civil —en la forma de cientos de millones de dólares de ayuda— para apuntalar al gobierno de derecha de El Salvador y el orden político-económico sumamente injusto que éste defendía. El Pentágono, mediante la infame Escuela de las Américas, también entrenó a algunos de los más tristemente célebres oficiales del ejército de El Salvador, algunos de los cuales resultaron cometiendo las más terribles atrocidades relacionadas con la guerra civil. Esto incluye el asesinato de arzobispo católico Oscar Romero y la masacre de varios cientos de civiles, muchos de ellos niños, en el pueblo de El Mozote.
Además, Washington envió lo que en círculos oficiales llamaban eufemísticamente “asesores”, para ayudarle al brutal establecimiento militar de El Salvador en su combate contra las guerrillas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Luego se reveló que estos “asesores”, miembros de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos, que en el curso de la guerra llegaron a ser miles, participaron activamente en operaciones de combate y probablemente también en algunos de los crímenes de guerra asociados.
Según la Comisión de la Verdad para El Salvador, más de 75.000 civiles perdieron la vida en la guerra civil (1980-1992), lo anterior en un país de cinco millones de habitantes en esa época. El informe de la Comisión le atribuyó el 85% de las muertes al Estado respaldado por Estados Unidos (en la forma de fuerzas militares, paramilitares y “escuadrones de la muerte”), y 5% al FMLN.
Desde los acuerdos de paz de 1992, que signaron el fin de la guerra civil y una transición a elecciones democráticas, el gobierno de Estados Unidos ha deportado en grandes cantidades a miembros de pandillas —reales e imaginarios— a El Salvador. Lo anterior, combinado con el legado de violencia del país, su empobrecido Estado y los efectos trastornadores de un acuerdo neoliberal de “libre comercio”, el Tratado de Libre Comercio República Dominicana-Centroamérica (DR-CAFTA) impuesto por las elites conservadoras del país y fuertemente impulsado por Estados Unidos hace más de una década, es lo que ha engendrado la actual crisis de pandillas de El Salvador, y el marcado aumento de la emigración.
Todo lo anterior hace evidente la culpabilidad de Estados Unidos por gran parte de la grave situación pasada e inextricablemente ligada a la actual, e ilustra lo profunda e injustamente interconectadas que están las sociedades estadounidense y salvadoreña, una realidad que los estrictos controles policiales de fronteras y de inmigración, encarnados en la “escalada” de deportaciones, ocultan y buscan borrar. Lo anterior también debería denegar toda justificación del gobierno de Estados Unidos para deportar y privarle de derechos de residencia a la gente de origen salvadoreño.
La promesa de Donald Trump de llevar a cabo deportaciones en masa si llegara a ser presidente ha generado mucha preocupación y burla. Sin embargo, la reacción a Trump ha servido a menudo para ocultar el terreno fértil del que brotan los desagradables sueños de esa estrella de realete shows. Como la amenaza de la escalada lo demuestra, la administración Obama ha jugado un gran papel en el engendro de ese ambiente, al haber deportado más individuos que cualquier administración anterior y casi tantos como todas las administraciones del siglo 20 juntos.
Hay que erradicar y reemplazar las raíces de este régimen de deportaciones. Pero esto no sucederá pidiéndole al gobierno federal que sea más “humanitario” en la ejecución de su régimen de exclusión de inmigrantes y territorial. Solo será posible exigiendo y luchando por un mundo muy diferente, en el que el gobierno de Estados Unidos no socave las mismas condiciones que hacen viable la vida para la mayoría en los países que envían migrantes. Este sería un mundo donde el Estado estadounidense no bloquee a los que huyen de la devastación que Washington ha ayudado a producir, en su búsqueda de una vida mejor en los confines territoriales de Estados Unidos — si no por razones comunes a la condición humana, pues, al mínimo como compensación por las condiciones que ha creado.
Hasta que hagamos que eso suceda, podemos estar seguros que siempre habrá otra “escalada” en el horizonte.
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