Indocumentado en el Estados Unidos de Trump
José Antonio Vargas

Actualizado 2 de enero de 2017 | Periódico Revolución | revcom.us

 

Lo siguiente es una traducción de la versión original en inglés de esta carta, publicada en el New York Times el 19 de noviembre de 2016. Revolución / revcom.us se responsabiliza de la traducción.

Por la noche de las elecciones, mientras me abría paso por una multitud reunida frente a la sede de Noticias Fox en el centro de Manhattan, un hombre blanco con una gorra de béisbol de los Mets me dio una palmada en la espalda y me dijo en medio del ruido: “Prepárese para ser deportado”. Desconcertado, pude llegar a la sala verde y esperé para salir al aire.

Soy un inmigrante indocumentado. Lo declaré de una manera muy pública en el New York Times en 2011, y desde ese entonces me he presentado regularmente en los programas noticiosos por cable, especialmente en la Fox, para humanizar la cuestión muy política y polarizadora de la inmigración...

Nací en las Filipinas, y mi mamá me mandó a Estados Unidos cuando tenía 12 años para vivir con mis abuelos, quienes son ciudadanos naturalizados. Como inmigrante de ascendencia filipina, soy parte de la población de indocumentados que se piensa que es la que más rápido crecimiento tiene en Estados Unidos — de inmigrantes asiáticos e isleños del Pacífico. Aunque tal vez no lo sepamos al escuchar el discurso de Donaldo J. Trump con el que lanzó su campaña electoral, en el que dijo que los mexicanos son “violadores”, y cuando dirigió a las multitudes en los mítines de su campaña en coros de “construyan el muro”, agitándose en un frenesí ante una percibida amenaza desde la frontera sur.

El presentador de Fox, Lou Dobbs, una vez me preguntó: “¿Cómo es ser el más famoso ilegal de Estados Unidos?”. Afortunadamente, no estábamos en vivo en ese momento, y no tuve que contestar en vivo. Por lo general, abruma. Desde que Trump fue elegido presidente de Estados Unidos, ha sido aterrador.

Estos son tiempos de un temor palpable y abrumador para los inmigrantes, para nuestras familias y nuestros amigos. Para muchos de nosotros, nos parece que el mensaje de los aproximadamente 60 millones de electores estadounidenses que eligieron al Sr. Trump, sobre todo los electores blancos de los pueblos predominantemente blancos y que debido a la inmigración cada vez son menos blancos, va algo así: No los queremos  ustedes aquí.

He estado recibiendo un chorro de textos, correos electrónicos y mensajes directos por Twitter y Facebook desde estadounidense indocumentados como yo. “¿Qué nos va a pasar?”, preguntan. “¿Debemos hacer planes para irnos?”. Una joven que conocí hace cuatro años no dejaba de llorar por teléfono. Su mamá es de El Salvador y su papá de Guatemala. Ella está en el 11° grado y me dijo que quizá sus padres se vayan y la dejen bajo la custodia de algún pariente. Ella es ciudadana, nacida en Estados Unidos, pero su madre y padre son indocumentados.

El dolor y la vulnerabilidad que subyacen a estas conversaciones contrastan de manera directa con las vulgaridades de los mensajes que recibo por las redes sociales, sobre todo por Twitter. “Ocurrieron las fiestas navideñas temprano este año. Y lo harán aún más temprano el año entrante cuando @joseiswriting será el Deportado #1”, dice un mensaje. “No puedo esperar a que deporten a @joseiswriting. Será un gran día”, dice otro.

En mi mente, el día en el que el Sr. Trump pronunció su discurso de victoria en la campaña electoral presidencial, el 11 de noviembre, fue la culminación del odio y la ignorancia con los que los estadounidenses han venido infligiéndose los unos a los otros desde los ataques del 11 de septiembre de 2001. Junto con los musulmanes, los inmigrantes, especialmente los indocumentados, han cargado la peor parte de ese odio.

No está claro qué hará el Sr. Trump cuando entre en funciones. Ha jurado deportar entre dos y tres millones de “extranjeros delincuentes”, pero esa no es una definición precisa de nada. Cualesquiera que sean las medidas que su gobierno ejecute, constituirán una ampliación de lo que el presidente Obama ya ha hecho. Para junio de 2016, la administración de Obama había deportado a más de 2.4 millones de inmigrantes, o sea, más que cualquier otro presidente.

Tuve mi primera reunión con un abogado de inmigración justo después de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Me acompaño Rich Fischer, el superintendente de mi secundaria. El abogado dijo que mi única solución era la de regresar a las Filipinas, aceptar la prohibición de 10 años de volver y hacer una solicitud para volver. Yo estaba convencido de que tuviera que volver a Manila. Rich no pensaba así. “Ya te encuentras aquí”, me dijo. “Te quedas”.

Le conté esa historia a Esmeralda, una mexicana de 22 años que conocí hace poco en el colegio Río Hondo, un colegio comunitario en las afueras de Los Ángeles, donde vive la mayor población de indocumentados en Estados Unidos. Esmeralda vino a Estados Unidos cuando tenía 6 años. Me dijo que tiene miedo, sobre todo en vista de que es uno de los aproximadamente 700.000 jóvenes indocumentados que se inscribieron bajo el programa Acción Diferida para los Llegados en la Infancia, que ofrece ciertas protecciones a corto plazo ante la deportación así como el derecho a trabajar. El Sr. Trump ha jurado repetidamente que revocara ese programa.

Para solicitar aceptación en ese programa, los jóvenes indocumentados tuvieron que dar nombre, fecha de nacimiento y domicilio al mismo gobierno del que estará encargado el Sr. Trump.

“Tú no te vas a ninguna parte”, le dije a Esmeralda, pensando en Rich Fischer. “Va a ser difícil, pero tú no te vas a ninguna parte. Nosotros no nos vamos a ninguna parte”.

El temor de los primeros días después de las elecciones se ha convertido en resistencia y determinación, siempre a sabiendas de que bajo el presidente Trump, el peor de los casos posibles, nuestra pesadilla podría convertirse en realidad. Las personas, las que redactaron las leyes contra los inmigrantes (Kris Kobach, el secretario de estado de Kansas que colaboró en la redacción de la ley “muéstreme los papeles” de Arizona), impulsaron esas leyes en el Congreso (Jefferson Sessions de Alabama, el principal mano dura contra la inmigración en el Senado) y las aplicaron (Joe Arpaio de Arizona, que perdió la reelección al jefe del sherifato y a quien los procuradores federales han acusado de desacato por desobedecer una orden de un juez de dejar de acosar a los latinos), han recibido o es probable que reciban importantes posiciones en la administración de Trump.

Aunque hay muchas preguntas sobre lo que el presidente Trump hará con respecto a la inmigración, yo tengo unas preguntas que hacerles a mis compatriotas estadounidenses.

¿Cuántos más hay como Rich Fischer en la sociedad, aliados que defenderán a los inmigrantes indocumentados?

¿Cuántos distritos escolares locales van a declararse santuarios para las familias inmigrantes? ¿Cuántos rectores, directivos y profesores universitarios, de escuelas como Harvard y Stanford o colegios comunitarios como Río Hondo, declararán que sus escuelas sean espacios seguros para los estudiantes indocumentados?

¿Cuántos otros alcaldes declararán que sean santuarios sus ciudades?

¿Cuántas iglesias, sinagogas y mezquitas nos darán albergue?

¿Cómo protegerán los empleadores a sus trabajadores indocumentados?

¿Qué hará la prensa, la misma que en gran parte propagó la narrativa engañosa del Sr. Trump de que los inmigrantes indocumentados son una carga y un peligro para la sociedad?

¿Qué es lo que usted hará cuando empiecen a detenernos en redadas?

 

José Antonio Vargas, anteriormente un reportero del Washington Post, es el fundador de la organización Define American.

 

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