Sobre Nueva Orleáns

Semillas de un futuro radicalmente diferente

Revolución #043, 16 de abril de 2006, se encuentra en revcom.us

No puedo dejar de pensar en lo que vi en Nueva Orleáns. Frente al Centro de Convenciones, hablé con un señor que pasó cinco días en el Superdome. Recuerdo sus contradictorios ojos cafés, con círculos rojos; recuerdo su chamarra azul y blanca bajo el sol a plomo. Me contó que en esos cinco días que pasó en el Superdome solo comió una lata de sardinas. El olor de los cadáveres amontonados a la intemperie. Me dijo que pasarían meses para quitarse ese olor por más que se bañara.

Cinco días en el centro de voluntarios de Common Ground, en el 9th Ward de Nueva Orleáns: algo profundamente diferente a lo que había vivido. Condiciones de vida del tercer mundo. Destrucción de zona de guerra. Manzanas y manzanas de casas en ruinas. Del 9th Ward a casas lujosas, del French Quarter a las unidades habitacionales. Nada de movimiento. El gobierno no hace nada y cada iniciativa de reconstrucción se convierte en batalla. Amenazan con cerrar o demoler las iglesias y escuelas. Mientras tanto, se aproxima la temporada de huracanes y pende de un hilo el futuro de una ciudad entera.

Seis meses después de Katrina, reinan la humedad y el polvo. Inodoros descompuestos, sin agua potable, el olor de moho al vaivén de los vientos, sin tecnología ni cafés, ni tele ni diarios, ni supermercado ni comida para llevar. La destrucción es tan común como postes de teléfono por la carretera. Urgentes mensajes y números telefónicos pintarrajeados: “Llama a Ray al 214-555-3456”. “Volveré”. Vacío. En las calles montones enmohecidos y negros de pertenencias personales, mezcladas con ramas y concreto, rotas. Por aquí y allá un fragmento de porcelana floreada o un libro: intacto, seco. Todo eso era lo “normal”. Cuando volví a mi ciudad y casa, me sacudió la magnitud de la devastación que vi. Al caminar hacia mi coche con un café en cada mano, pensaba en tanta gente azotada por el huracán y en la destrucción de tantos lugares en el mundo capitalista, de gente que no puede volver a casa. La sensación no era de culpabilidad, pues sé que no soy diferente de ellos ni ellos de mí. Tampoco de amargura. Me siento impelida. Tengo la revolución en la punta de los labios. Quiero decirles a todos los que conozca que podemos conocer el mundo para transformarlo.

Conocí muchas caras y voces en Nueva Orleáns de gente con que vivimos y trabajamos apenas una semana. En esa vida forjamos lazos. Éramos 300 gentes en una escuela primaria y una ciudad de carpas en el estacionamiento de enfrente. Estudiantes universitarios, organizaciones, espíritus libres y nómadas, anarquistas, comunistas revolucionarios, grupos de iglesias, obreros y citadinos. De ellos, ¿cuántos sabían del 9th Ward antes de ir a Nueva Orleáns?

Conocí a una señora cristiana que me trae recuerdos de Glenda la buena bruja. Tiene una casa de huéspedes en el norte del estado de Nueva York. Por eso, organizó la alimentación de cientos de personas y que ellas se ocuparan de lavar sus propios trastes. Sin agua caliente.

Una noche me contó cuentos de visitas de ángeles y del poder de curar con oraciones. Y contó una historia verídica de cuando trabajó de voluntaria en un albergue de Houston, Texas, después del huracán. Una señora negra exigente le pidió atención. Ella se le acercó, le tomó las mejillas en las dos manos y con una sonrisa la miró en los ojos y le dijo: “¿Qué necesitas? ¿En qué puedo servirte?”. La señora negra empezó a llorar; era la primera vez que una persona blanca la tocaba.

Platicamos. Todo esto funciona, decía con un gesto hacia la colectividad a nuestro alrededor, “porque la gente quiere hacerlo. No es posible obligar a que vengan a hacer esto, no funcionaría...”.

Respondí que me parecía que “todo esto” funciona porque la gente toma iniciativa consciente, pero que en ciertas situaciones hay lugar para la coacción, que se podría “obligar” a la gente a hacer algo así. Me miró con seriedad, y hablé del papel de la coacción en la integración de una escuela en la película Remember the Titans (Los Titanes). Se le encendieron los ojos, pues estudió en una escuela donde ocurrió eso. Miró hacia una idea en la distancia y contestó: “Sí, sí, veo cómo podría ocurrir. Pero es importante tener a alguien que defienda firmemente algo, un líder y se necesita un interés común”.

El primer día, unos 60 voluntarios limpiamos la escuela primaria Martin Luther King. Veinte arrancamos la loseta rota. Mientras esperábamos en la larga cola para comer, hablé de la historia del comunismo, los logros de la China socialista, los avances en la medicina y ciencias, y cómo ver los errores que se cometieron. Charlaba con un estudiante preguntón de paliacate rojo de San Diego. Su papá vivió en Laos. Al sol de la tarde acompañé a una joven en un juego de columpios en medio del pasto crecido. Por un rato agitamos las piernas y observamos en silencio las nubes. De solo 18 años, participa en un colectivo ambulante que abrirá un centro de salud de la mujer en Nueva Orleáns. Cuenta que son cristianos que se consideran progresistas y que no les agrada Bush. Con entusiasmo adquirió un ejemplar de Revolución y otro para su hermano.

Al atardecer antes de la cena, jugamos al básquet en el gimnasio. Hablamos del trabajo del día. De noche en las escaleras toqué el DVD de Bob Avakian, Revolución: Por qué es necesaria, Por qué es posible, Qué es. Un grupo de cinco estudiantes de San Diego lo vio conmigo. Hicieron preguntas muy arro-jadas, como qué haría un país comunista sobre el genocidio en África. Di la mejor respuesta que pude sobre las contradicciones con que lidiaría una sociedad socialista y la importancia de tener una perspectiva internacionalista proletaria.

La última noche llevé en mi coche a los cuates de básquet y otra gente a una vigilia frente a la iglesia San Agustín, una alta iglesia blanca del French Quarter con vidrios emplomados. Los niños estaban colgados de las ventanas, codo a codo, para ver a Jesse Jackson, Al Sharpton, fieles, voluntarios y más. Aplaudían y movían las manos al aire al ritmo de una charanga de Nueva Orleáns. Esta fue la primera iglesia del Sur que permitió que los negros libertos y esclavos rezaran al lado de los blancos. Es un lugar con mucha historia, bajo amenaza y ataque. Con el pretexto del huracán, la arquidiócesis quiere echar a esta congregación. Pero la gente está harta y no está de humor para dejar que se siga destruyendo su comunidad. Tienen ganas de luchar, perseverar.

Una mujer de mi edad parada al borde de la multitud se balanceaba al ritmo de la música. Portaba una vela morada que se reflejaba en sus ojos. Llevaba aretes de lunitas, una blusa azul y una falda floreada. Platicamos largo rato. Viaja por el país, vive en una camioneta. Había estado cinco meses de voluntaria con la iglesia. Era su última noche. Le pregunté cómo se sentía. Se quedó callada un momento y dijo que “saturada”.

Le vendí el periódico Revolución y charlamos sobre las posibilidades revolucionarias en el país y que en esta sociedad falta de todo, de ayuda para los damnificados a alimento para el alma. Me preguntó cómo se podría hacer una revolución, pues hay gente como sus padres que ven la necesidad del cambio pero no están dispuestos a hacer sacrificios ni a mover un dedo. Opina que todos debemos hacer todo lo bueno que podamos como individuos, forjar lazos en las comunidades y multiplicar eso.

Me parece que eso tiene un elemento de verdad. Le expliqué mi propia manera de ver las cosas, a partir del artículo “Reforma o revolución” de Avakian. En Nueva Orleáns están las semillas de un futuro radicalmente diferente, que no se puede consumar en los hechos sin una revolución y una clase radicalmente diferente de poder estatal. Imagina un estado que movilizara a las decenas de millones de personas enfurecidas y entristecidas por el huracán y que quieren ayudar. En lugar de un estado que mata, reprime e ignora cuando hay un desastre, un estado que desencadena a la gente para satisfacer las necesidades básicas de la sociedad sin recurrir a la explotación y opresión. Imagina que la gente se reúna y cree un espíritu y cultura en torno a eso... algo parecido a lo que la gente logró con su creatividad en la lucha por la reconstrucción, con la ayuda de las masas afectadas.

Paradas a la orilla de la multitud a la luz del alumbrado, hablábamos en susurros, escuchábamos atentamente. Me observaba un minuto y paradas juntas nos observábamos otro minuto. Intercambiamos emilios, y ella me dio las gracias por la conversación y volvió a la multitud. No respondió de inmediato a lo que dije, ni a favor ni en contra. Pienso que me escuchó, que lo va a pensar. Sé que la tendré en la cabeza, en sus viajes de un lugar a otro, dedicada a contribuir a la sociedad y a ayudar a la gente como le parece mejor.

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