From Ike to Mao and Beyond

My Journey from Mainstream America to Revolutionary Communist

En nuestro portal se encuentran ahora grabaciones de la autobiografía de Bob Avakian, From Ike to Mao… and Beyond, leídas por él (en inglés). Simultáneamente, vamos a publicar una serie de pasajes del libro en este periódico. Las grabaciones están en revcom.us y en BobAvakian.net. La semana pasada publicamos pasajes de los Capítulos 1 y 2: “Mis padres” y “Una nación bajo dios—Niñez en los años 50”. Esta semana encontrarán pasajes de los Capítulos 3 y 4. El audio del Capítulo 3 está en nuestro portal. El del Capítulo 4 estará el lunes 1º de mayo.

Capítulo 3: El mundo se va abriendo

Autoridad arbitraria

Aunque en la escuela primaria fui guardia peatonal, desde muy temprana edad internalicé la idea de que la autoridad arbitraria no es digna de respeto. Mis padres me transmitieron una fuerte convicción de que no hay que seguir a los que demandan obediencia a ciegas, por ejemplo, al policía que nos enseñaba a ser guardias peatonales como si fuéramos soldados o a un dictador militar. No creo que lo hayan expresado directamente, pero ese es uno de los valores que aprendí de ellos.

Me acuerdo de un profesor de matemáticas de la secundaria que nos castigó a tres amigos un día después de clases porque estábamos molestando. Se puso a leernos la cartilla y uno de mis amigos se rió de nervios. Él gritó: ¿Te parece chistoso? Lo agarró por el cuello, se lo apretó y casi lo tira por la ventana del segundo piso. Yo odiaba desde niño esa clase de autoridad arbitraria y dictatorial; iba contra todo lo que me parecía decente y respetable.

Otra cosa que internalicé de mi familia, especialmente de mi padre, es que la Constitución nos da ciertos derechos y que debemos defenderlos; que si tratan de pisotear nuestros derechos debemos oponernos. A mi manera de ver, eso era lo que yo hacía con muchos profesores. Ellos ejercían una autoridad arbitraria, imponían su voluntad en la clase y eran inflexibles. Era la actitud típica de los maestros de los años 50, así que yo tenía muchos conflictos con ellos.

Pero una vez, cuando tenía 13 años, apliqué lo que me enseñó mi papá... y me metí en un gran problema. Un día que regresaba del parque en bicicleta tomé un atajo que pasaba por mi antigua escuela primaria. El camino no era propiedad de la escuela; era una acera pública, un caminito pavimentado entre dos calles que pasaba al lado de la escuela. En la escuela estaban dos amigos míos y paré a jugar un rato con ellos. Algo que nos gustaba era subir al techo de la cafetería, pero sabíamos que estaba prohibido y que nos echarían. Nos quitamos los zapatos y los tiramos al techo, y después nos trepamos y que a buscarlos. Eran las 5 de la tarde y la única persona que estaba era el conserje. Ahora que pienso en esa situación, entiendo que a él le dio mucho susto vernos ahí; nos podíamos hacer daño y le podían echar la culpa a él. Así que se puso a gritarnos que nos bajáramos del techo y nosotros le contestábamos que teníamos que buscar los zapatos ¡porque alguien los tiró al techo! Cuanto más nos gritaba que bajáramos, más decíamos que no. Finalmente dijo que iba a llamar a la policía y bajamos.

Resulta que ya había llamado a la policía y llegó un agente. Mis amigos se fueron, pero yo decidí mantenerme firme. Estaba parado en el caminito cerca de la escuela (que no era propiedad de la escuela). El policía se puso a regañarme por subirme al techo: Sabes que no te puedes subir al techo. Yo contesté: Bueno, ya me bajé; subí a buscar mis zapatos pero ya me bajé. Entonces se dio cuenta de que no tenía puestos los zapatos y me dijo: ¿Qué es esto, ni siquiera te pones zapatos? Me insultó y me dijo que me fuera para mi casa. Yo le dije: No me puede decir que me vaya para la casa. Me puede decir que me salga de la escuela, pero no me puede mandar a la casa; esto es propiedad pública y puedo hacer lo que quiera; no me puede mandar a la casa. Discutimos un rato y después se subió al carro y se fue.

Yo me subí a la bicicleta y me encaminé a casa. A mitad de camino vi que mi papá venía hacia mí en el carro. Cuando paró, yo me bajé de la bicicleta y me fui corriendo a decirle: Papá, papá, un policía no me puede mandar a la casa si estoy en propiedad pública, no me puede decir qué hacer, ¿verdad? Mi padre me dijo: Me haces el favor y te vas para la casa. Ahí mismo me di cuenta de que estaba en aprietos. Cuando llegué a casa repetí todo lo que pasó y recalqué: Está bien, no me he debido subir al techo, pero me bajé y estaba en propiedad pública; estaba defendiendo mis derechos porque ese policía no tenía derecho de mandarme a la casa.

Resulta que lo que más molestó a mis padres de todo esto fue que pasaron una vergüenza en frente de los vecinos de su barrio clasemediero porque un policía fue a la casa a decirles que su hijo se estaba portando mal. Todos los vecinos se dieron cuenta. Un policía fue a decirle a mi padre, un abogado respetable, que su hijo andaba haciendo algo indebido. Encima, el policía le dijo: Bueno, estamos acostumbrados a ver esta actitud en los muchachos del oeste de Berkeley —es decir, del ghetto—, pero no en los muchachos de por aquí.

En vez de apoyarme, mis padres me obligaron a escribirle una carta de disculpas al policía. Yo me negué y me negué, pero mi vida iba a ser un infierno en la casa si no lo hacía y finalmente escribí la carta. ¡Y yo estaba defendiendo mis derechos! En ese momento francamente me sentía orgulloso de que me asociaran con los niños del oeste de Berkeley porque, pensaba, ellos sí saben defender sus derechos; me parecía que me ponían en buena compañía. Pero mis padres estaban horrorizados. Eso me hizo sentir remal y ellos se me fueron a los pies porque me parecían hipócritas. Ellos me enseñaron todo eso. ¿Dónde aprendí que uno debe defender sus derechos? ¿Dónde aprendí a decirle al policía que tenía el derecho constitucional de ir a donde quisiera, y que él me podía decir que no entrara a la escuela pero que no me podía decir que me fuera a la casa si estaba en propiedad pública? Me lo enseñaron mis padres, en particular mi papá, con todo el derecho que nos enseñó por medio de sus anécdotas, en conversaciones sobre la Constitución y demás. Y ahora se volteaban contra mí cuando yo lo ponía en práctica. Fue una experiencia traumática, pero por otra parte me resultó útil el resto de mi vida, en serio.

Como dije, por un tiempo este incidente hizo que estimara menos a mis padres. Pero tengo que darles crédito porque después reconocieron que cometieron un error y se criticaron. Mi padre, con mucha pesadumbre, pero también con cierto orgullo por haber aprendido algo, contaba esta anécdota y decía que su postura fue incorrecta. Pasaron muchos años antes de que reconocieran que yo tenía la razón y ellos no, pero finalmente lo reconocieron.

Capítulo 4: La preparatoria

Sinfonías de esquina

A mi amigo Sam lo conocí antes de la prepa porque su padre era el conserje de la iglesia a donde íbamos y Sam lo ayudaba a veces. Cuando entré a la prepa él estaba un poco más adelantado que yo, pero nos hicimos amigos y después cantamos juntos.

Sam tenía una característica: cuando comía, no le gustaba que le hablaran ni que lo molestaran, no importa quién fuera ni lo que pasara. Era así y uno sabía que era mejor dejarlo en paz porque no quería hablar sino comer. Bueno, un día se me olvidó llevar dinero para comprar el almuerzo y tenía mucha hambre. No podía comprar nada en la cafetería y me puse a buscar a algún amigo que me prestara dinero. Vi a Sam y me acerqué, sabiendo que violaba sus reglas, pero tenía hambre. Lo saludé y me contestó: No me molestes. Repetí: Sam, tengo hambre. Su respuesta fue: No me molestes que estoy comiendo. Bueno, me fui y me puse a buscar a alguien más que me prestara dinero o me diera algo de comer.

Al rato vi a un chavo con un plato lleno de comida y me llamó la atención porque tenía dos pedazos de pan de maíz. Eso me pareció injusto porque yo tenía hambre y él tenía no uno sino dos pedazos de pan. Me senté en la mesa al frente de él y me puse a mirar su plato. Él me miraba como diciendo: ¿Y este qué me ve? Yo seguía mirando su plato y finalmente le dije: Oye, mano, ¿no me das uno de tus panes? No, vete a la chingada, me contestó. Por favor, mano, tengo hambre y no traje lana. ¿No me das un pan, por favor? No, que te vayas a la chingada. Yo no sé qué se apoderó de mí, seguro era el hambre, y sin pensar estiré la mano y agarré un pan. Él se paró tirando la silla al suelo, listo para pelear. A mí también me tocó pararme y cuadrarme para pelear. Me miró mucho rato, mucho rato, y a la larga dijo: Ah, cabrón, cómetelo. Así que me llevé el pan. Sam, que alzó la cabeza de su plato lo suficiente para ver lo que pasó, se me acercó y me dijo: ¡Chingao, ese es Leo Wofford, de la que te libraste! El caso es que yo tenía mucha hambre y seguro Leo pensó que era un blanco despistado y me dejó en paz.

Sam vivía en East Oakland, pero iba a la escuela en Berkeley. Varias veces fui a su casa, que quedaba en el límite entre East Oakland y San Leandro; era como el Sur profundo. Pasando la avenida 98 había un arroyo y una cerca, y los negros no podían cruzarlos porque una chusma racista de San Leandro les caía encima. Sam vivía justo en ese límite.

Sam me llevó varias veces a East Oakland; una vez fuimos a una unidad habitacional de apartamentos dispuestos en círculos concéntricos alrededor de un patio con una cancha de baloncesto. Cuando llegamos, unos muchachos estaban empezando un partido; yo reconocí a un par que eran del equipo de pista de Castlemont High y me les acerqué y entré al juego. Bueno, en cierto momento, uno de ellos y yo tuvimos un careo; los dos nos estábamos escoltando y nos empujábamos y demás, y en cierto momento estalló una bronca. Los otros se hicieron para atrás y nos dieron espacio para pelear, pero después de carearnos un rato, la tensión se disipó y regresamos al juego. Pero, en medio de eso, noté que Sam, que estaba viendo el partido, se alejó de la cancha.

En otra ocasión Sam y yo fuimos a un partido de baloncesto entre las prepas Castlemont y Berkeley. Era en el gimnasio de Castlemont, pero yo, de tonto, me puse a gritarles boludeces a los jugadores de su equipo. La estrella era Fred “Sweetie” Davis, a quien en un momento empujó al suelo un jugador de nuestro equipo. Yo me paré y grité: ¿Te gusta besar el suelo, Sweetie? Sam llevaba rato diciéndome que no fuera bruto y en ese momento se paró y se fue, como dando a decir “yo no conozco a este imbécil blanco”. Así, sin querer, varias veces metí a Sam en situaciones difíciles.

Sam cantaba muy lindo y un día fui y le pregunté si quería formar un grupo de música. Lo pensó un tiempo y después me contestó que sí. Sam tenía un primo, George, que tocaba el piano y cantaba, así que propuso que lo invitáramos. Yo conocía a Felton, uno de los pocos chavos negros que estudiaron en mi secundaria, y cuando se lo propuse se entusiasmó. Después invité a Randy, un chavo blanco que cantó conmigo y con John en nuestro último año de secundaria.

Los cinco (tres negros, dos blancos) formamos un grupo. Ahí mismo nos dimos cuenta de que Sam debía ser el solista y nos repartimos las demás voces. Felton era el bajo, Randy era el barítono, George el segundo tenor, y yo el primer tenor. Nos organizamos muy bien. A veces practicábamos en la casa de George porque tenía piano y a veces en mi casa, donde también había piano. Pasábamos de tres a cuatro horas diarias practicando y cantábamos en todas partes, ya fuera en situaciones formales o en el vestuario antes y después de clase de gimnasia, en los corredores, en las escaleras de la escuela, en las esquinas, en donde fuera.

Con el tiempo, Randy se salió del grupo y entró Odell (el que me dijo que le pisé los zapatos el primer día de prepa). Cuando entró al grupo le recordé ese incidente; él no se acordaba, pero se divirtió mucho cuando se lo conté. Odell componía canciones; a veces me lo encontraba en los corredores y le preguntaba por qué no estaba en clase. Me contestaba: Ando componiendo, mano. Practicábamos mucho y queríamos que nos contrataran y darnos a conocer.

El grupo necesitaba nombre artístico; otros grupos se llamaban los Cadillacs y los Impalas, así que nos pusimos los Continentals. También ensayábamos en el centro deportivo de Live Oak, donde tenían un piano. El director nos oyó y nos dijo que le gustaba nuestra música y nos invitó a cantar en un baile del centro. Contestamos que sí y preguntamos si nos iba a pagar. Dijo que el presupuesto era limitado, pero que nos podía pagar algo. Nos reunimos y le pedimos $100 y él nos ofreció $25. Nos miramos y por supuesto lo aceptamos.

Ensayamos mucho y preparamos una canción de los Heartbeats, “You’re a Thousand Miles Away”, y otras canciones. Cuando iba llegando el día del baile, Sam se encontró con un amigo y este le preguntó qué hacía ahí. Sam contestó que íbamos a cantar y el amigo le dijo que cómo era posible si él, Sam, no sabía cantar. El caso es que antes de entrar se armó un duelo de voces entre Sam y su amigo: los dos cantaron una canción de los Spaniels y, después de un par de estrofas, el amigo aceptó que Sam cantaba muy bien.

En otra ocasión mi hermana menor hizo que nos contrataran para su fiesta de noveno grado. Como mi hermana nos consiguió la chamba, mis amigos me dejaron cantar una canción de solista; creo que era “Oh Happy Day” y fue muy suave.

A algunos padres blancos esa música no les gustaba para nada. En el caso de algunos era por racismo, porque veían que la cultura negra se estaba metiendo en “su vida”. Pero a muchos chavos blancos les encantaba, como se ve en el hecho de que la clase de mi hermana mayor votó por “WPLJ” como canción favorita. Creo que Richard Pryor tocó ese punto en sus números: cuando los negros hacen algo, pues es cosa de ellos; pero cuando lo adoptan los chavos blancos, saltan las críticas porque “ay, dios, la situación se está desbocando”. Para los chavos blancos racistas, esa música y esa cultura eran “indeseables”, y nos atacaban a los que nos gustaba. Era parte de toda una serie de cosas que rechazaban y criticaban.

Además de cantar doo-wop, yo cantaba en el grupo coral de la escuela. En mi último año, el maestro del grupo coral nos animó a mí y a tres compañeros a armar un cuarteto para el concurso artístico de ese año. Éramos dos blancos y dos negros, y cantamos una canción sentimental con nuestro propio toque. En otra ocasión, cuando tenía 16 ó 17 años, fui a un partido de béisbol de los Giants. Antes del partido siempre tocan el himno nacional y en esa época yo todavía era algo patriótico; no era superpatriótico, pero creía que en general este era un país bueno, aunque me chocaban mucho la discriminación, la segregación y el racismo. Bueno, todos nos paramos cuando sonó el himno y, por alguna razón, empecé a cantar. Cuando terminamos, una señora que estaba delante de mí se volteó y me dijo: ¡Qué buena voz! Varias veces he pensado en la ironía de eso.

Poco tiempo después dejé de cantar el himno nacional. Después, cuando iba a partidos y lo tocaban, yo me paraba y cantaba a pleno pulmón una versión que se inventó un amigo: Oh, oh, tío Sam, lárgate de Vietnam. Lárgate, lárgate de Vietnam.

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