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Revolución #93, 24 de junio de 2007

Reseña de libro

Ausente sin permiso de Irak: "Yo ya no puedo hacer estas cosas"

The Deserter’s Tale: The Story of an Ordinary Soldier Who Walked Away From the War in Iraq
(“La historia del desertor: La historia de un soldado común y corriente que abandonó la guerra de Irak”)
Joshua Key, contado a Lawrence Hill
Atlantic Monthly Press
237 páginas (inglés)
$23.00

Pasajes de The Deserter's Tale

Cuando entramos a la casa, las mujeres tambaleaban saliendo de su cuarto. Tres muchachas jóvenes gritaron cuando nos vieron. Unos compañeros de escuadrón las agarraron y las encañonaron, mientras los demás corríamos por la casa. No encontramos ningún hombre; solo había seis mujeres de entre veinte y treinta años de edad.

Los hombres de mi escuadrón no encontraron nada, ni siquiera armas, y parecía que entre menos encontraban, más destructivos se volvían. Destrozaron tocadores, despedazaron colchones, rompieron gabinetes, tiraron cajones al piso… a uno de ellos se le ocurrió la brillante idea de que las armas posiblemente estaban debajo del piso… ahí vinieron las picas… No salimos de la casa hasta cuando era obvio hasta para los que destrozaban el concreto a golpes que lo único que había en esa casa era un grupo de mujeres furiosas.

Ahí afuera vi al soldado Hayes con una mujer en un garaje vacío. Le apuntaba un M-16 a la cabeza, pero ella no paraba de gritar. “¿Por qué están haciendo esto?… Nosotros no les hemos hecho nada a ustedes… ¡Ustedes son repugnantes! ¿Quiénes creen que son para que vengan a hacernos esto?”.

Hayes le golpeó la cara con la culata de su M-16. Ella cayó boca abajo en el piso sucio, sangrando y en silencio…

En ese momento algo pasó que aún inquieta mis sueños hasta el día de hoy. A todas las mujeres las llevaron dentro de la casa y a todos nos ordenaron vigilar los alrededores. Cuatro militares estadounidenses entraron a la casa con las mujeres y cerraron las puertas. No podíamos ver nada por las ventanas.

…Nos obligaron a vigilar la casa por cerca de una hora. Las mujeres gritaban y protestaban. Los hombres estuvieron con ellas allí encerrados y los gritos seguían y seguían.

Finalmente los hombres salieron y nos dijeron que nos largáramos todos de allí. (pp. 136-138)

*****

Desafortunadamente, la violencia de las tropas no se limita a pegar y patear. Un día de nuestra primera semana en Faluya, mi unidad (tres escuadrones de unos veinte hombres) estaba en un punto de control de tráfico. El teniente Joyce era el oficial de más alto rango que estaba con nosotros ese día. Mientras los otros dos escuadrones monitoreaban los carros que venían, yo estaba ocupado con mis compañeros registrando vehículos y conductores. Cuando miraba bajo la capota de un carro, buscando bombas y armas escondidas, la tierra comenzó a temblar. Me agaché pero pronto me di cuenta de que los disparos venían de mis compañeros. La lluvia de plomo venía de los M-16, M-249 y de las ametralladoras de calibre .50 del primer y segundo escuadrón. Hasta un tanque Bradley se incorporó a la acción. Todos disparaban a un carro blanco con rayas amarillas y dos personas adentro.

Me di cuenta de que el carro había pasado demasiado cerca al punto de control: unos diez pies de la línea a donde debería haber parado. Por eso lo pararon de esa forma tan violenta. Cuando el carro paró de moverse muy lentamente y el fuego cesó, mis compañeros y yo corrimos hacia el vehículo y lo encontramos perforado con balazos de dos pulgadas o más de diámetro. Dentro del carro estaba un hombre muerto. La cabeza colgaba de unos hilos de carne y había sangre salpicada por todas partes. Nadie lo tocó. En ese momento vi a un muchacho de unos diez años de edad en el asiento del frente. Un paramédico lo sacó. Uno de los brazos estaba casi destrozado pero estaba vivo… Pasé unos diez minutos registrando el vehículo y al hombre muerto. No encontré ninguna arma. No había nada fuera de lo normal en el vehículo, excepto toda la sangre que hicimos correr…

Cuando regresamos al campamento me bajé del carro blindado en que viajábamos, fui detrás del edificio y vomité… Nunca había visto matar a un hombre a tiros. Lo mataron porque no supo dónde parar su carro. (pp. 85-87)

*****

Cuando nos acercábamos al cruce, vi una pequeña camioneta blanca que venía hacia nosotros. Parecía una Toyota o una Nissan. Se nos atravesó en el camino haciendo una izquierda rápida y nos separó del segundo vehículo blindado. No vi ningún peligro, pues aún había unas treinta yardas frente a nosotros. Sin embargo mi sargento descargó su ametralladora de calibre .50 hacia la camioneta y la hizo parar con una ráfaga de balas (de unas seis pulgadas de largo). Vi un reguero de gasolina que salía del carro. El sargento cambió el blanco, apuntó al reguero de gasolina y disparó. El rastro de gasolina se prendió y llegó rápidamente hasta la camioneta. Cuando el fuego llegó al tanque de gasolina, la camioneta explotó en una bola de fuego.

Continuamos manejando y cuando miré hacia atrás vi a nuestro tanque Abrams pasando por encima y continuó siguiéndonos. Parecía una escena de las películas de Rambo. Los muchachos del escuadrón dieron unos gritos de euforia. "¿Vieron eso?", uno exclamó…

Por lo que pude ver, no dispararon a la camioneta porque presenciaron un peligro para nosotros sino porque le molestó al sargento. Hubieran podido pararla o confiscarla, pero fue más rápido y menos problemático simplemente hacerla explotar y volar al conductor y a los pasajeros. (pp. 88-89)

“Nunca pensé que iba a perder a mi país y nunca me imaginé que mi país me perdería a mí”, dice Joshua Key en el prólogo de The Deserter’s Tale (“La historia del desertor”). “Me criaron como un estadounidense patriótico; me enseñaron a respetar el gobierno y a creerle al presidente. Hace solo diez años estaba jugando fútbol americano en la prepa, vivía en una casa móvil con mi madre y mi padrastro, trabajaba en Kentucky Fried Chicken y tenía esperanzas de algún día criar una familia en el único pueblo que conocía: Guthrie, Oklahoma, de una población de diez mil personas. En ese entonces me hubiera reído a carcajadas si alguien me hubiera dicho que iba a ser un delincuente buscado, un fugitivo en mi propio país, y que mi esposa y mis hijos huirían como refugiados a otro país”.

En The Deserter’s Tale, Key relata cómo se incorporó a las fuerzas armadas, los siete meses que pasó en Irak, y cómo y por qué decidió desobedecer órdenes de volver a Irak. Describe la vida con su familia en la clandestinidad, con el temor constante de que lo capturaran y lo acusaran de deserción, penada (según le dijo el ejército) con fusilamiento.

Duele leer las historias de matanzas en este libro, pero es un relato, en el lenguaje sencillo pero impactante de Key, que los que viven en este país deben oír. Al mismo tiempo es un cuento de valentía y conciencia, de cómo Key lo arriesgó todo porque no pudo, como persona de conciencia, seguir cometiendo crímenes.

Impacta ver cómo asume su propia responsabilidad moral por las atrocidades. Es de esperar que los que lean esta conmovedora historia se pregunten: ¿hasta qué grado son cómplices también de esos crímenes los que hacen la vista gorda o no hacen nada para pararlos?

Key pasó su niñez en la pobreza en un pueblito en Oklahoma. Su madre, una mesera de un comedor para camioneros, tuvo una serie de matrimonios fracasados con alcohólicos que la maltrataban. Sobre su padrastro, Key escribe: “Reconozco un solo bien que hizo. Maltrataba tan feo a mi mamá que aprendí por las malas lo que no debía hacer”.

Al salir de la prepa, se casó. Con dos hijos y otro en camino, navegaba para subsistir. Cada vez más endeudado y enfadado de tanto comer las pizzas sobrantes de su trabajo de entrega, el ejército le pareció la mejor opción. Escribe: “No tenía dinero. Soñaba con aprender a ser soldador y me hacía falta arreglarme los dientes y que me operaran un cálculo del riñón. Inscribirme al ejército --como daban a entender los afiches— me solucionaría todo… Para gente como nosotros, que con cada día nos hundimos más en la pobreza, los afiches nos hacían imaginarnos que estar en las fuerzas armadas sería como ganar la lotería”. (p. 36)

Un reclutador le echó mentiras: le prometió que no lo mandarían a zonas de combate, que no lo separarían de la familia, que lo pondrían a construir puentes en Estados Unidos.

Describe que en el entrenamiento básico les inculcan que los musulmanes son el enemigo. Les dijeron que los musulmanes eran culpables de los ataques del 11 de septiembre, que los iraquíes no son civiles, ni siquiera son seres humanos.

“Un día nos pararon a los 300 reclutas en el campo de bayoneta, cada uno frente a un hombre de paja de tamaño natural, que teníamos que imaginar que era un musulmán”, escribe sobre un día de su entrenamiento. “Al mismo tiempo que apuñalábamos a los hombres de paja, uno de los comandantes gritaba en el micrófono desde el podio: ‘¡A matar! ¡A matar! ¡A matar! ¡A matar a los ‘niggers’ del desierto!’. También a nosotros nos hicieron gritar ‘A matar a los ‘niggers’ del desierto’ a nuestras víctimas imaginarias mientras las apuñalábamos en la cabeza y el corazón, y luego las degollábamos. Mientras apuñalábamos, los sargentos pasaban en medio para ver que todos gritábamos. Al parecer, la lección no sería del todo efectiva a menos que gritáramos las palabras de odio cuando mutilábamos a nuestros enemigos”. (p. 49)

La mayoría del libro relata lo que pasó durante los siete meses que Key estuvo en Irak. Al llegar a Ramadi al comienzo de la guerra, su escuadrón hacía redadas en casas donde supuestamente escondían a terroristas. Golpeaban brutalmente a todo hombre de más de 5 pies de altura (metro y medio) que encontraran y luego los detenían. A los niños dormidos los sacaban de las camas con metralleta. Registraban las casas de arriba abajo y los soldados se sentían muy libres de llevarse el dinero u otras cosas de valor. Key calcula que participó en más de 200 redadas.

Dice que no encontraron a ningún terrorista: “Los comandantes no nos mandaban a hacer redadas en miles de casas de civiles porque creían que pescaríamos a terroristas o armas de destrucción masiva. Creo que lo hacían para castigar e intimidar a los iraquíes”. (pp. 214-215)

El momento decisivo para Key fue cuando mandaron su escuadrón a reforzar a otro escuadrón que supuestamente estaba metido en un tiroteo con unos iraquíes. Cuando llegó, vio que habían matado a cuatro civiles desarmados con tantos disparos que las cabezas se habían separado de los cuerpos. Unos soldados de la otra unidad pateaban las cabezas decapitadas en un juego de fútbol.

“Yo no sabía mucho de las Convenciones de Ginebra, pero de una cosa no cabía duda: lo que presencié no era correcto”, escribe. “Éramos soldados del ejército de Estados Unidos. En Irak, se suponía que estábamos eliminando el terrorismo, trayendo la democracia y actuando como una fuerza de bien en el mundo. En cambio nos habíamos convertido en monstruos… Si alguien me hubiera contado de los cuerpos decapitados cuando estaba en Oklahoma, me hubiera costado trabajo creerlo… No hubiera querido aceptar que los soldados estadounidenses se portarían de esa manera en el extranjero. Pero ya no estaba en Oklahoma y no podía negar lo que vi. Durante todo el resto de mi tiempo en Irak, no pude olvidarme de la escena de los cuerpos decapitados y las cabezas que los soldados pateaban. A veces, en sueños, las cabezas sin cuerpo me acusaban. Me decían lo que poco a poco yo iba reconociendo: que las fuerzas armadas habían traicionado los valores de mi país. Nos habíamos convertido en una fuerza del mal, y no pude escaparme de la realidad de que yo era parte de la máquina”. (pp. 109-110)

Presenció muchas otras atrocidades durante sus meses en Irak. Mataron a una niña de siete años que pepenaba sobras de comida cerca de una base estadounidense. A un carro iraquí que se acercó un poco a un convoy estadounidense, le prendieron fuego y luego lo aplastó un tanque. En Faluya unos soldados que disparaban a la menor provocación mataron a balazos a siete civiles por nada. A una muchachita de 13 años la entregaron a los policías iraquíes para que la violaran. Relata de una redada que, según les dijeron, era una misión para pescar a un terrorista de alto rango. Cuando llegaron e hicieron una revisión de toda la casa, no encontraron nada de armas, solo mujeres. Les ordenaron vigilar las puertas mientras unos oficiales pasaron una hora adentro. Durante ese tiempo oyeron a las mujeres gritar. Después los oficiales les mandaron largarse. Todo eso lo presenció encima de las golpizas, el maltrato y el robo que los soldados estadounidenses cometían a diario.

Cuando le dieron licencia de dos semanas para volver a casa, decidió desertar. Escribe: “Yo sé que muchos estadounidenses ya tienen su idea fija de gente como yo. Piensan que somos cobardes. No los culpo: yo también tenía una idea fija sobre los desertores de guerra, mucho antes de poner pie en Irak. Pero no soy cobarde: lo más fácil hubiera sido seguir haciendo lo que me mandaban hacer. Pero muy poco a poco, durante las largas noches, mientras los jets hacían carreras en lo alto, las bengalas brillaban y las casas caían, se me despertó la conciencia. Ese hombre no soy yo, me dije. Yo ya no puedo hacer estas cosas”.

No pudo localizar un grupo que respaldara a soldados en su situación. Durante un año, vivió en la clandestinidad, dormía en carros o moteles pobres, hasta que se puso en contacto con un grupo en Toronto que se llama Wars Resisters Campaign, que lo ayudó a cruzar la frontera canadiense y le consiguió vivienda y respaldo. Cuando termina el libro, aún no sabe si Canadá le permitirá quedarse: rechazaron su solicitud de asilo en noviembre y está apelando.

Key no es el único soldado que ha desafiado las fuerzas armadas y el gobierno y abandonado la guerra de Irak. Jeffry House, un abogado que defiende a muchos exsoldados que ahora están en Canadá, informa que aproximadamente 40 han solicitado asilo y que unos 150 más huyeron a Canadá pero no han pedido asilo. Un artículo del Denver Post cita informes del ejército de que 3,101 miembros del ejército desertaron de octubre de 2005 a octubre de 2006, y por lo menos 2,400 de otras ramas de las fuerzas armadas desertaron de octubre de 2004 a octubre 2005. ( Denver Post, 15 de abril de 2007)

En el epílogo, Key habla de la moral y la responsabilidad de los soldados que cometen semejantes crímenes. No los disculpa. “Si uno ha golpeado o matado a una persona inocente, y si le queda en el corazón una pizca de conciencia, no podrá esquivar la angustia diciendo que solo cumplía órdenes… Me avergüenzo de lo que hice en Irak, y de los sufrimientos y las muertes a manos nuestras. El hecho de que solo cumplía órdenes no atenúa mi inquietud ni me quita las pesadillas”. (p. 213)

Al final, dice que está absolutamente seguro de que hizo lo correcto al no volver a Irak y que, como lo expresa, “en cuanto a pedir disculpas, tengo un deber y solamente uno: pido disculpas al pueblo de Irak”.

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