Acabar con el 'pecado'

Parte 7: La liberación total
y el abandono de la religión

Bob Avakian

Obrero Revolucionario #991, 24 de enero, 1999

"Por cualquier lado que se mire, no cabe duda de que en la actualidad hay lo que se podría llamar una `crisis moral en Estados Unidos'. Ha habido un considerable `derrumbamiento de la moral tradicional'. Pero la respuesta a esto, si se piensa en lo que más le conviene a la gran mayoría de la población de Estados Unidos y a la gran mayoría de la humanidad, no es reafirmar agresivamente esa `moral tradicional', sino conseguir que la humanidad encarne una moral radicalmente diferente, a medida que vaya transformando radicalmente la sociedad y el mundo, y como algo necesario para lograrlo. No se trata de apretar las cadenas de la tradición sino de romperlas".

Bob Avakian

En vista de la actual lucha intestina de la clase dominante, la serie de artículos de Bob Avakian sobre la "crisis de la moral" es muy pertinente. Entre estos importantes ensayos figuran: "Predicando desde un púlpito de huesos: Lo que no dice `Virtudes' de William Bennett, o necesitamos moral, pero no la moral tradicional", y "Acabar con el `pecado' o, necesitamos moral, pero no la moral tradicional (Parte 2)". En la parte de "Acabar con el `pecado'" que publicamos a continuación, habla sobre la moral comunista.

En esta parte Avakian comenta sobre los escritos de Jim Wallis, un activista religioso que dirige la revista Sojourner. Wallis y otros líderes cristianos han promulgado un "Grito de renovación: Que se oigan otras voces", que pide un "cese de hostilidades" verbales en las guerras ideológicas de la derecha cristiana y que se haga un esfuerzo para "lograr una política con valores más espirituales que ideológicos". En esta selección de "Acabar con el `pecado'", Avakian comenta sobre el libro de Jim Wallis titulado The Soul of Politics (El alma de la política).

El OR publicará más partes de esta serie y los lectores las encontrarán en su totalidad en el website del OR en: http//mcs.net//~rwor

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El alma de la política tiene mucho con lo que se puede estar de acuerdo: dice muchas cosas que hay que decir, y las dice directa y poderosamente. Especialmente en la segunda parte, "La comunidad fracturada", Wallis expone con mucha perspicacia y pasión buena cantidad de la disparidad e inequidad (y como dice Wallis, iniquidad) que hay en el mundo hoy, y las formas de explotación, represión y violencia ligadas a eso.

En el capítulo 4, "Historia de dos ciudades: La división del mundo", Wallis pinta un retrato acertado de esa división; lamenta, condena e ilustra vívidamente la agonía humana que provocan la extrema y grotesca polarización entre quienes se pudren en la extravagancia y el consumismo (Wallis diría "despilfarro") y, por otro lado, quienes ni siquiera tienen los elementos esenciales para una vida saludable y decente; y no solo habla de la situación de los pobres en Estados Unidos sino de las amplias masas populares de todo el mundo.

Hablando de Washington, D.C., donde Wallis ha trabajado en medio de su gran cantidad de pobres, casi invisibles para los ricos y poderosos, dice: "Para entrar en los edificios del gobierno desde donde se maneja el Nuevo Orden Mundial, los empleados tienen que caminar sobre personas sin techo. El simbolismo es obvio, y es una clarísima metáfora del nuevo orden económico" (p. 52).

Wallis también hace ver esto con anécdotas, como con el ejemplo de una conversación que escuchó entre "dos guapas parejas jóvenes blancas" que comentaban sobre sus restaurantes favoritos del mundo. "Finalmente, uno de ellos exclamó con entusiasmo sobre su restaurante favorito: `¡Es un lugar maravilloso donde uno puede gastar 300 dólares en una comida descalzo!'". Continúa: "En los lugares a donde yo viajo, las conversaciones son muy diferentes; se habla sobre cómo subsistir: ¿De dónde vendrá el próximo bocado? ¿Cómo vamos a proteger a los niños de la lluvia? ¿Dónde podemos conseguir agua potable? ¿Tendremos algún día nuestra propia tierra?" (p. 126).

Eso me hace recordar un número de la comediante Lilly Tomlin, representando a una mujer sin techo. Cuenta que tiempo atrás tenía casa y que no siempre fue demente, que tenía una vida holgada y trabajaba para una agencia de publicidad, pero que la última gota fue cuando la pusieron a trabajar en una campaña para promover bocaditos entre comidas para el tercer mundo. El hecho de que la ironía de la situación no fuera aparente para sus colegas y gente de posiciones similares--o sea, que hay gente que ya sea por ignorancia o, peor, por endurecimiento, no sepa que aparte de los enclaves de la élite, la vida cotidiana en el tercer mundo es una constante lucha para conseguir por lo menos una comida y que el concepto de "bocaditos entre comidas" no tiene ningún sentido, salvo como una cruel burla--es una clarísima expresión de la condición inhumana, de la obscena polarización que Wallis describe. Wallis hace la comparación de una manera más clara y punzante:

"La pobreza en muchos de los lugares que llamamos el tercer mundo es simplemente abrumadora; el sufrimiento y la muerte de los pobres está casi más allá de nuestra capacidad de comprender. En la década del 80 Estados Unidos redistribuyó aún más la riqueza, quitándole a los pobres y trabajadores y dándole a los ricos. Los que están en la cima cosecharon una bonanza de excesos e indulgencia, mientras que en los lugares más pobres del mundo todos los días mueren 35.000 niños por falta de agua potable y nutrición esencial.

"Esas estadísticas resultan más dramáticas si pensamos que eso sería comparable a llenar 100 aviones con 350 niños cada uno y verlos estrellarse uno por uno cada 14 minutos. Al mismo tiempo, una pequeña élite se pasea por el mundo en primera clase" (p. 61).

Wallis rechaza y refuta en cierta medida la reconfortante idea--para los confortables--de que la pobreza, degradación, salvajismo y violencia que son el pan de todos los días para los pobres es obra de ellos mismos, de que es "su culpa". Hablando de que el comercio de la droga ha llegado a ser una fuente, de las muy pocas, para el enriquecimiento de un puñado y la subsistencia de muchos de los pobres, señala que la economía de la droga "es, de hecho, el único mercado real dentro de la `economía de mercado' en lugares como Colombia y Columbia Heights¼. De Colombia, Sudamérica, a Columbia Heights, Washington, D.C., la pobreza establece el escenario para la tragedia y el drama de la droga simplemente cumple la sentencia" (énfasis mío). Wallis no se limita a declarar el "hecho histórico" incontrovertible mencionado antes (o sea, que Estados Unidos se fundó sobre cimientos de supremacía blanca, el casi completo genocidio de los indígenas y la esclavización de africanos); también demuestra que el racismo y la opresión de los pueblos oprimidos es algo permanente y central en todas las esferas de la vida en Estados Unidos. Asimismo, demuestra cómo el sistema judicial--la policía, las cortes y las prisiones--sirve para perpetuar esa opresión.

Aprendiendo de los negros

En muchos sentidos, una de las partes más reveladoras del libro de Wallis es cuando cuenta su propia experiencia, lo que él llama "una peregrinación" de su comunidad clasemediera blanca de Detroit al ghetto de esa ciudad. Significativamente, una de las fuerzas que lo impulsó a realizar esa "peregrinación" fue la poderosa rebelión urbana que estalló en el verano del 67, concentrada en el ghetto. Eso lo llevó a hacer profundas preguntas y a buscar respuestas sobre el porqué de las profundas divisiones y desigualdades entre los negros y los blancos en Estados Unidos. "Pregunté con persistencia a mis padres, maestros y amigos--dice--pero pronto me di cuenta de que nadie podía o quería darme una respuesta¼. Unos me dijeron que iba a tener problemas si seguía haciendo esas preguntas. Esa fue la única respuesta honesta que obtuve de la comunidad blanca. No pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que los blancos no me iban a dar las respuestas que buscaba. Así fue como decidí ir al ghetto" (p. 75).

Wallis cuenta: "Empecé buscando en las iglesias negras". Y "al hacer mis preguntas, comencé a ver un mundo completamente diferente¼. La manera de ver el mundo simple y autojustificada de mi niñez y de mi iglesia, chocó con lo que empezaba a comprender del racismo y de la pobreza, y eso me causó muchos trastornos en mis años de adolescente. Me sacudió lo que vi, oí y leí; la realidad del salvaje racismo me hizo sentir traicionado y furioso. Lo que es peor, me sentí profundamente implicado" (p. 76).

A medida que se involucraba más en la comunidad negra y empezó a trabajar "con los trabajadores manuales y no calificados de Detroit, que trabajaban duro por muy poco dinero", descubrió que: "Los negros jóvenes eran mucho más furiosos y combativos que los cristianos negros que había conocido y me dieron una nueva educación". (Más tarde volveré a esto para demostrar que Wallis no lo asimiló plenamente.) Ahí Wallis conoció la realidad de individuos brillantes y perspicaces como "Butch, típico de los jóvenes combativos que conocí", de quienes el sistema nunca pensó que merecían la oportunidad de aprender a escribir, y de gente como Butch y su familia que entendían bien la naturaleza de la policía (pp. 76 y siguientes).

Wallis cuenta la duradera impresión que le dejó la mamá de Butch: "Era una señora encantadora, cortés y amable¼. Como mi madre en muchos respectos, lo que le preocupaba era la salud, felicidad y seguridad de su familia", y esa preocupación la llevó a enseñar a sus hijos la siguiente lección, adquirida con amarga experiencia, sobre la policía: "Si se pierden, ojo a la policía. Si ven un radiopatrulla, escóndanse en un callejón, métanse debajo de unas escaleras o den la vuelta a la esquina. Cuando pase el radiopatrulla, pueden seguir buscando el camino a casa. `Así que el consejo que les doy a mis hijos es, ojo a la policía'" (pp. 78-79).

Cuánta realidad concentra la advertencia de esa señora a sus hijos: "¡Ojo a la policía!". Vuelve añicos las mentiras sobre el "policía amigo" y concentra la verdad de Rodney King, de las docenas de negros asesinados en esos días por la policía de Detroit y de los cientos de negros muertos cada año a sangre fría por policías en todo Estados Unidos, lo que luego es declarado "homicidio justificado". Cuando vemos todo eso, cuando consideramos la experiencia de Butch y su familia en un contexto mayor y representativo de millones de negros, podemos comprender el profundo significado y lo que implican estas estadísticas que cita Wallis: un estudio reciente "muestra que el 42% de los hombres negros de Washington, D.C., están en la cárcel, esperando ser juzgados o en libertad condicional; y muestra que el 90% de los afroamericanos de esa ciudad serán detenidos en algún momento de su vida. Estados Unidos tiene más presos, en total y per cápita, que ningún otro país del mundo; por preso al año, eso cuesta más que pagar su matrícula para estudiar en la universidad de Harvard".

Si contemplamos la última parte de la última oración citada y si llevamos a sus últimas consecuencias la contradicción que plantea--que gastan más dinero para encarcelar que para educar a millones de negros--llegaremos en buena medida a ver el problema de fondo, así como la solución, tanto en Estados Unidos como a nivel mundial.

Una peregrinación por terminar

Wallis ha avanzado una considerable distancia en esa dirección, pero se ha detenido a medio camino y ha retrocedido. Los dos lados de eso se expresan en el balance que hace de su experiencia seminal representada por su "peregrinación" al ghetto de Detroit:

"Si la educación sirve para conocer la verdad y el mundo tal como es, pues mi educación empezó cuando conocí a los negros de Detroit. Me hicieron ver el otro Estados Unidos, el Estados Unidos que es injusto y equivocado, malo y odioso, el Estados Unidos que nosotros los blancos aceptamos. Pero me mostraron mucho más que el racismo. Me enseñaron el amor, la familia y la valentía, qué es lo más importante y qué significa ser humano. Al escuchar la experiencia de los negros, descubrí más sobre mí mismo, mi país y mi fe que en ninguna otra parte" (p. 79).

Como alguien que procede de la clase media pero es parte de la generación que despertó a la política en "los años 60", mucho de lo que Wallis dice resuena profundamente en mí. En mi caso, la experiencia de aprendizaje que él describe fue facilitada por el hecho de que la prepa a la que asistí, Berkeley High School, fue (y pienso que sigue siendo) la única preparatoria pública de la ciudad y estaba dividida más o menos por parejo entre blancos y negros, con una pequeña cantidad de mexicanos, chicanos y asiáticos.

La palabra apropiada es "dividida", pues la comunidad en su totalidad todavía estaba en gran medida segregada y en la escuela había una clara separación; eso se veía clarísimo en reuniones sociales e incluso durante la hora de almuerzo en la escuela: tanto adentro, en la cafetería, como afuera, donde muchos almorzaban, se veían claras zonas de negros y blancos y una línea invisible que las separaba (aunque una vez unos estudiantes blancos pintaron una línea que denominaron ¡la "línea Mason-Dixon"! [que en el siglo pasado dividía los estados del Norte y los del Sur]). Cruzar esa línea, en el sentido literal así como en el sentido simbólico, no era imposible pero tampoco era fácil; se tenía que dar un enorme salto, y para los blancos que lo dieron fue una experiencia estremecedora pero también edificante e instructiva en el más amplio sentido de la palabra.

Al igual que Wallis, mi verdadera educación también empezó aprendiendo de la experiencia, sentimientos, perspicacia y sabiduría de los negros que me acogieron como amigo y me abrieron las puertas de su corazón y su mundo. Y al igual que Wallis, al principio me sorprendió y después me enfureció profundamente conocer las injurias cotidianas e insultos que vivían, así como toda la historia de opresión que han vivido y a lo que han sido sometidos desde que los trajeron como esclavos, y me comprometí a ser parte de ponerle fin a todo eso y de acabar con el terreno que lo abona.

Pero a diferencia de Wallis, en cierto momento, a raíz de ese compromiso y de aprender más sobre la conexión entre esa y todas las demás formas de opresión y explotación enraizadas en el tejido de Estados Unidos y en sus relaciones con el resto del mundo, llegué a la conclusión de que tenía que dar otro salto, atravesar otra gran divisoria, o contentarme con algo menos que el derrocamiento y la abolición de toda esa explotación y opresión, y en cierto sentido hacer las paces con eso.

Ese segundo salto requirió que reconociera y me opusiera a toda forma de organización de la economía y la sociedad a partir de la apropiación privada del capital y de distribución de la riqueza en relación a la propiedad (o falta de propiedad) del capital y no a partir de lo que necesita el pueblo. Eso era una apostasía a la sagrada trinidad de país, familia y dios, o mejor dicho, imperialismo, patriarcado y la encarnación mística, mítica de las relaciones dominantes de explotación y opresión como una fuerza todopoderosa, sobrenatural a la cual todos debemos someternos. En una palabra, significó dar el salto del cual Marx y Engels hablan en el Manifiesto del Partido Comunista, o sea, la ruptura radical con las relaciones de propiedad tradicionales y con las ideas tradicionales.

Ese ha sido, para mí, el salto más liberador, aunque en un profundo sentido se tiene que dar una y otra vez. Pero es un salto que--por lo menos objetivamente y no en poca medida subjetivamente--la gente que tiene las creencias que sostiene Wallis no ha querido dar. Parafraseando el poema Howl de Allen Ginsberg, he visto a mucha de la mejor gente de mi generación en Estados Unidos, particularmente gente blanca de la clase media, que se ha quedado estancada precisamente cuando era necesario dar ese salto y hacer esas rupturas radicales. Para unos ha sido Elvis, para otros es el béisbol y para otros es la religión lo que simboliza y concentra lo que no han podido rechazar. Para Wallis, más que nada ha sido la religión.

Imagina: Sin religión

Me hace recordar la canción de John Lennon "Imagina", en la que entre otras cosas pide que nos imaginemos un mundo sin religión. Hace unos años, cuando Joan Baez cantó en Francia, pasaron uno de sus conciertos por TV en que cantó "Imagina". Pero cuando llegó a la parte que dice "sin religión", ella no pudo resistir decir: "salvo la tuya". Esa renuencia o incapacidad de imaginarse un mundo en el que la gente haya dejado a un lado el fardo de la religión--en el que la creencia en fuerzas sobrenaturales inexistentes ha dejado de existir, junto con las condiciones y relaciones sociales que sientan la base para esas creencias--es lo que "estanca" a gente como Wallis (y Baez); a eso lo acompaña la renuencia o incapacidad de reconocer las bases subyacentes de la injusticia que de veras deploran y aspiran a superar. Con ese punto de vista uno solo puede combatir los síntomas, no las causas fundamentales. Lo peor es que ese punto de vista lleva a ocultar las causas y a conciliarse con quienes se benefician de ellas y de perpetuarlas.

Wallis reconoce y recalca el hecho de que hay una conexión entre la pobreza de la mayoría y el lujo de los pocos en el mundo. Conecta la pobreza y opresión en Estados Unidos y también la polarización a nivel mundial--la indecible agonía de las masas populares--con las prioridades y medidas de la sociedad y el gobierno estadounidense, incluyendo su política exterior y las guerras que desata o respalda. Hablando del hecho de que estamos en "un período de transición" (p. 5), da a entender que esa transición está ligada a importantes cambios en la economía de Estados Unidos y del mundo: creciente internacionalización y mecanización de la producción, que "están excluyendo a comunidades y sectores enteros" y "que expulsa de la economía regular a poblaciones enteras" (p. 59).

Así y todo, concluye que la causa fundamental de todo eso es espiritual, que "la crisis de la economía mundial se debe, en el fondo, a una crisis moral; y que los argumentos y las soluciones políticos no bastan" (p. 72). De hecho, debido a que su análisis del problema y de la solución es una distorsión, una inversión, de la relación entre la economía y la política por un lado, y la ideología por otro--puesto que rechaza el materialismo marxista e insiste en el idealismo religioso--sus argumentos y soluciones son completamente inadecuados y en última instancia llevan por el camino equivocado.


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