Mártir revolucionaria de Turquía
by Li Onesto
Revolución #011, 14 de agosto de 2005, posted at revcom.us
Quiero hablarles de Rosa.
Al enterarme de la masacre de 17 líderes del Partido Comunista Maoísta de Turquía y el Norte de Curdistán (PCM), pensé inmediatamente en los camaradas turcos que conocí en Europa durante el otoño de 2002, cuando fui a dar charlas sobre la guerra popular de Nepal. Muchos habían tenido que pedir asilo político y varios llegaron a Europa a raíz de las huelgas de hambre de presos. El TKP (ML), precursor del PCM, organizó la gira sobre Nepal, y en muchas ciudades los revolucionarios turcos eran la mayoría del público.
Leí que el 16 de junio, más de mil soldados rodearon y mataron a los líderes del PCM, que iban al segundo congreso del partido. Miré el video del funeral masivo en Estambul: miles de personas llenaron las calles cargando ataúdes entre un mar de banderas rojas. Familiares, amigos y camaradas desfilaron con fotos de los mártires en marcos, mantas y afiches. Puños alzados al lado de flores. Una pena inaguantable y un coraje intenso me hicieron saltar las lágrimas por la pérdida que su muerte representa para la lucha revolucionaria en Turquía y para el movimiento comunista internacional.
Pasé las escenas del funeral y encontré las fotos de los mártires. Vi la foto de Berna Unsal; me desplomó y quedé paralizada por unos minutos. La conocí como “Rosa”. Fue la organizadora principal de la gira por Europa; por tres semanas, trabajamos juntas, nos fuimos conociendo y nos hicimos amigas. En la foto reconocí su cara y, además, su espíritu valiente e implacablemente desafiante.
El tiempo que pasé con ella y con otros revolucionarios turcos, trabajando y conversando, me permitió conocer y valorar más la lucha heroica contra el régimen fascista de Turquía, y el internacionalismo proletario.
Conocí a Rosa en Alemania, donde junto con el Movimiento de Resistencia de los Pueblos del Mundo, organizaba mi gira. Desde un principio, vi en ella una revolucionaria seria y dedicada, con energía inagotable. Le gustaba bromear y a toda hora se metía en debates políticos, con un café cargado y muchos cigarrillos. Pronto descubrí que las dos teníamos una gran pasión por el chocolate, y eso fue crucial en nuestro apretado horario. Pero más que nada, noté la seriedad y la determinación detrás de lo sociable y juguetón. Era una comunista comprometida, una periodista revolucionaria y una intelectual que hablaba inglés a la perfección. Estaba profundamente metida en la aguda lucha sobre línea política e ideológica en el movimiento revolucionario de Turquía.
Ya estábamos en medio de la gira cuando supe que Rosa fue uno de los héroes de las huelgas de hambre en las cárceles de 2000 a 2001. Cuando terminamos el programa de Antwerp, Bélgica, muy entrada la noche, comimos la maravillosa cena que nos prepararon unos camaradas nepalíes. Estábamos agotadas pero llenas y sin sueño. De pronto, Rosa empezó a hablarme de que casi murió en la cárcel.
Cuando la conocí, era evidente que tenía problemas de salud. Rebosaba energía y siempre nos empujaba cuando apenas dormíamos varios días seguidos. Por otra parte, vi que le daban fuertes dolores de cabeza y se cansaba fácilmente. Conocía a revolucionarios turcos que por poco mueren en las huelgas de hambre en las cárceles, por ejemplo una pareja que entró en coma y perdió temporalmente la memoria, debido a la extrema desnutrición. Al principio, los dos camaradas ni siquiera recordaban que estaban casados. Poco a poco, recuperaron la memoria. Ahora tenían un bebé. Sin embargo, sufrían todavía serios efectos. Así comprendí por qué a veces Rosa enfermaba de repente y quedaba agotada.
Rosa me dijo que era estudiante universitaria cuando la arrestaron. En ese tiempo, el gobierno fascista realizaba una brutal contrainsurgencia antimaoísta en el campo y una represión masiva en las ciudades. Las leyes contra el “terrorismo” permitían la detención por muchos años simplemente por tener un volante revolucionario o pertenecer a una de muchas organizaciones proscritas.
El 20 de octubre de 2000, centenares de presos políticos de varias cárceles del país iniciaron una huelga de hambre contra la detención inhumana y el plan del gobierno de ponerlos en celdas individuales aisladas. En varias ciudades, familiares y simpatizantes se unieron a la huelga. El 19 de noviembre de 2000, la huelga de hambre se convirtió en un ayuno a muerte.
Rosa tenía entonces 31 años y estaba en la cárcel de mujeres de Canakkale. Se unió al ayuno a muerte. Me dijo después que los presos sabían que no iban a vivir por mucho tiempo más sin agua ni comida. Por eso, prolongaron la huelga científicamente, tomando agua y ciertas vitaminas para mantenerse vivos por varios meses más. Sin embargo, después de más de 200 días de huelga, unos entraron en coma y se estaban muriendo. Ese hecho suscitó coraje y protestas internacionales, y grupos como Amnistía Internacional alzaron la voz.
Rosa me dijo que justo antes de perder el conocimiento, las autoridades permitieron una visita de su mamá. El gobierno quería salir del problema del ayuno a muerte sin ceder a las demandas de los presos. No le importaba que se estaban muriendo. Simplemente no quería un incidente internacional en momentos en que trataba de entrar a la Unión Europea. Las autoridades instaron a las familias a dar permiso para alimentar a la fuerza a sus seres queridos.
Rosa le dijo a su mamá: “Si das el permiso cuando entre en coma, no te hablaré nunca más”. Su madre le prometió que no lo haría. Rosa entró en coma y casi murió, pero la alimentaron a la fuerza y la resucitaron. Al final, el gobierno se vio obligado a dejar salir al exilio a Rosa y a los demás presos que casi murieron. Rosa consiguió asilo político en Alemania.
Rosa describió la noche en que las autoridades atacaron a los presos políticos de 20 cárceles. Hicieron huecos con aplanadoras en las paredes y entraron disparando. Rosa dijo que todo era un caos. La gente corría de aquí para allá, mientras caían balas, bombas de humo, bombas de sonido, gas neurológico y gas pimienta. Las mujeres pelearon heroicamente gritando consignas y no se rindieron. Con un coraje apasionado, Rosa me dijo que la policía le echó gasolina a unas presas y les prendió fuego. Más tarde, la policía le dijo a la prensa que las presas se echaron gasolina a sí mismas. Varias veces Rosa me repitió: “Mentiras, una gran mentira”.
Me relataron el caso de un joven revolucionario turco que perdió la mitad de los dos pies. Cuando era guerrillero, un invierno su grupo se quedó varado; unos camaradas murieron y a él se le congelaron los pies. Como Rosa, y como muchos revolucionarios turcos que conocí, quedó para siempre con terribles problemas de salud. Sin embargo, las heridas no les quitaron su determinación revolucionaria ni su sentido del humor. Un día, Rosa y otros camaradas estaban bromeando en turco y les pedí una traducción para entender el chiste. Rosa comentó que la lucha y la cárcel los dejaron a todos con serias heridas, enfermedades o problemas de salud. Agregó: “Estábamos bromeando que este ‘no tiene pies’, ese ‘no tiene mano’ y aquel ‘no ve’, etc. Por eso, a la hora de hacer una tarea, ¡en verdad tenemos que trabajar juntos!”
Aprendí mucho de Rosa, y su vida y su muerte heroica siempre serán una inspiración. Al pensar en ella, recuerdo el viaje por los Alpes, deleitándonos con el paisaje impresionante, zigzagueando por las carreteras montañosas, asomándonos a la ventana, gritando y señalando las cumbres nevadas que desafian las nubes y los vientos furiosos.