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Revolución #76, 14 de enero de 2007
Huelga de Smithfield: Trabajadores bajo un cielo cambiante
Primera parte: Ya no están escondidos ni tienen que esconderse
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Un equipo de reporteros y traductores de Revolución recorrió Carolina del Norte Carolina del Norte para hablar con los trabajadores y activistas que participaron en la huelga del 16 de noviembre en la fábrica Tar Heel de la empacadora Smithfield Foods. Este es el primer artículo con sus informes.
El invierno como que le arranca al campo sus secretos. Desde la carretera se ve dentro del bosque de pinos secos y de los campos de algodón.
Pero al oscurecer, cuánto más tierra adentro nos llevaba nuestro contacto, más claro resultaba que en este rincón de Carolina del Norte se han escondido cuidadosamente muchas cosas.
“Abran las ventanas”, dice A. “¿Huelen eso?”. Nos ardió la nariz. “En la planta matan 32,000 cerdos al día y la mayoría los crían aquí”, dice refiriéndose al bosque oscuro de los alrededores.
La industria moderna de cerdos los concentra en granjas y echa los excrementos sin tratar en “lagunas” que cubren grandes extensiones de Carolina del Norte. Las granjas están lejos de las carreteras, pero es imposible ocultar el olor de la bruma que flota sobre la zona.
Volteamos a la izquierda, luego a la derecha. Por todos lados hay caminos de terracería. Aquí, a la gente también se la mantiene oculta. De repente nos encontramos en un enorme estacionamiento entre los árboles. Hay filas de casas móviles con camionetas estacionadas enfrente. “Michoacán”, dice el guardabarros de una; “La Hacienda”, dice la cajuela de otra.
En el Sur nunca se habían visto tanta inmigración. Un trabajador blanco nos dijo: “La última oleada de migrantes vino en barcos negreros, ¡y a ellos también les mandaron ‘hablar inglés’!”.
Eso ha cambiado. En las últimos dos décadas la población de migrantes de Carolina del Norte ha alcanzado medio millón, la gran mayoría mexicanos y centroamericanos. Se calcula que el 65% de los nuevos migrantes son, como les dicen, “ilegales” e “indocumentados”, una población que vive fuera de la ley, escondida, muchas veces en estacionamientos bosque adentro.
Los matan de trabajo y luego los echan
Hemos ido a conocer a José y María, que trabajan en la fábrica Tar Heel de Smithfield, el mayor matadero y planta de procesamiento de cerdos del mundo. José es un hombre delgado; cuando su sobrino nos abre la puerta, está incómodo y adolorido en el sofá. Un par de semanas antes estaba en la planta batallando con una bandeja de 70 libras de grasa y carne, cuando algo le falló en la columna vertebral.
José dice: “Cuando me lastimé, la supervisora me dijo que levantara la bandeja. Yo le dije que no podía. Ella me dijo: ‘Levántala y ponla a un lado’. La levanté y seguí trabajando. Pero no podía alzar la bandeja. Ella tronó los dedos y me dijo: ‘Entonces te vas’. Me despidieron … por un día. Si uno se lastima, lo mandan a la casa. Después me dijeron: ‘El trabajo te espera’. Ahora temo que si trabajo, me vuelva a lastimar. Pero ahora pueden decir que dejé el trabajo”.
Los cinco hijos de José y María escuchan atentamente a sus padres contarnos su vida y percances. Uno de ellos tiene una discapacidad y José se vino hace 12 años de Guerrero, México, a buscarle tratamiento.
Cada año, cientos de trabajadores como José se lastiman en la fábrica Smithfield y los despiden. Cuando fuimos al condado Robeson, todos hablaban de una joven guatemalteca clavada accidentalmente en el ojo.
José dice: “No solo matan cerdos en la planta. Matan a gente también”.
Smithfield también quiso mantener eso en secreto. Mandaba las ambulancias dos o tres veces al día al hospital de Elizabethtown, un pueblo cercano, pero eso se volvió muy obvio y escandaloso, así que ahora tiene una clínica a la entrada de la fábrica. Ahora la tasa y los archivos de heridas se mantienen en secreto.
No es solo en Smithfield. Todos recuerdan cuando en 1991 murieron calcinados 25 trabajadores de la compañía de pollos Imperial Food cerca de aquí porque las puertas estaban cerradas con llave.
¿Qué pasará si despiden a María por no tener papeles legales? En octubre, bajo presión del Departamento de Seguridad de la Patria, Smithfield anunció que despediría a cientos de trabajadores que tienen números de seguro social que no concuerdan con el nombre.
José lanza las palabras: “La compañía nos ha sacado el aire de los pulmones y ahora nos quiere remplazar”.
María dice que piensa buscar trabajo en una planta de pollos, y de repente nos clava los ojos y dice: “Así nos tratan. No lo vamos a aguantar para siempre”.
Así es.
El 16 de noviembre, mil trabajadores latinos salieron a la huelga. Por dos días, desde la capota de carros, hablaron con rabia del despido de los indocumentados, del salvaje tratamiento en el trabajo… todo eso ante los guardias y los sheriffs.
Así fue como nosotros, periodistas y traductores de Revolución, supimos que teníamos que ir al condado Robeson. La huelga de Smithfield fue como una luz de bengala en medio de la oscuridad. Mil trabajadores arriesgaron no solo el trabajo; también se arriesgaron a que los arrestaran y deportaran y no volver a ver a sus hijos. Hablaron en su propio nombre y por millones más.
Cuando conocimos a trabajadores como “María” y “José”, no querían usar su verdadero nombre ni que los grabáramos. Pero captaban que no les quedaba otra. Para qué seguir escondidos; querían que su vida, el sufrimiento y sus sueños y preguntas se dieran a conocer a todo el mundo. Quieren que se haga justicia.
“Las cosas que he visto y he vivido”
Conseguimos un pequeño cuarto en una oficina, donde los trabajadores vinieron a hablar con nosotros.
Entró CC, un negro delgado, musculoso y digno. Al principio no quería decir mucho. Nos contó que se crió en Carolina del Sur, en una familia de aparceros con seis hermanos y hermanas. Tenía siete años cuando empezó a cosechar algodón. Después del ejército, trabajó en construcción hasta que se agotaron el trabajo y las prestaciones. Por eso ahora está trabajando en la fábrica Tar Heel.
“Nos hacen trabajar duro, hora tras hora “, dice CC y describe cómo tiene que pararse para no resbalarse en el suelo pegajoso. De manera repetitiva y monótona le quita con un corte fuerte la quijada a un cerdo tras otro. “No quiero esto para mis hijos”, dice.
La velocidad e intensidad del trabajo es sorprendente. Cientos de cerdos llegan a los corrales cada hora. De volada los llevan al matadero, donde los aturden, los tatúan y los degüellan. La sangre caliente chorrea y salpica a los trabajadores una y otra vez. En cuestión de segundos, los cerdos están colgados de ganchos, destripados, y avanzan a la línea donde los trabajadores los esperan con cuchillos filosos. Es un trabajo que destroza las articulaciones del hombro, la muñeca y las rodillas. El fuerte olor de muerte y lejía es abrumador. Cada año, miles de trabajadores se van, resultan heridos o los despiden… y la misma cantidad ingresa.
Smithfield emplea entre 5,000 y 6,000 trabajadores, pero tantos se van que contrata casi 5,000 empleados al año.
Cuando abrió en 1992, la planta contrataba principalmente trabajadores negros y un 30% de blancos o indígenas lumbee. Smithfield también contrataba presos y “excarcelados” que no podían conseguir otro trabajo.
Smithfield contrataba a muchos negros, y muchos se fueron o terminaron despedidos; a la compañía le preocupaba que se sindicalizaran. Así que a mediados de los años 90, al igual que muchos otros capitalistas, Smithfield empezó a reclutar trabajadores de México y Centroamérica. Soñaba con una fuerza de trabajo más desesperada, agradecida, intimidada y dividida. Nadie está seguro si Smithfield contrató a los coyotes directamente; lo que sí se sabe es que dio a conocer que cualquiera que llegara a la fábrica tendría trabajo garantizado, sin preguntas.
Cuando le preguntamos a José cómo llegó a Tar Heel hace 12 años, simplemente dijo: “Allá es adonde iba el van”.
CC dice: “Ya no son solo negros y blancos”. Lo mismo sucede en todo el Sur. Por ahora, en Smithfield, el 65% de los trabajadores son latinos y el 30% negros.
A los trabajadores los mantienen muy segregados, por cuadrilla y por idioma. CC dice que un sistema de favoritismos le echa leña a las hostilidades: “Hacen todo lo posible para enemistar a los mexicanos y los negros. Hacen algo para satisfacer a los mexicanos, y los negros se enojan; hacen algo para satisfacer a los negros, y los mexicanos se enojan”. Los trabajadores hablaron de careos en el pasillo entre mexicanos y negros, ambos armados con cuchillos y sin posibilidades de comunicarse.
Rafael llegó a Tar Heel con esta ola de migrantes. En México lo arrestaron porque era sindicalista y ahora quiere que el sindicato United Food and Commercial Workers entre en la fábrica Tar Heel. Nos cuenta de las “cosas que he visto y he vivido”:
“Llevo nueve años trabajando en esta fábrica. Nos tratan muy mal, peor que a esclavos. Hay mucha presión y agresión. Nos gritan: ‘muévete pinche mojado’. Nos llaman ‘motherfuckers’ y otros insultos. Los supervisores nos hablan por medio de capataces que interpretan sus órdenes e insultos y que, tristemente, son latinos como nosotros. Los supervisores siempre quieren que trabajemos más. Si uno hace algo bien, quieren que haga más y mejor. La línea no se mueve así: dum… dum… dum… sino así: ta-ta-ta-ta-ta. Estamos parados hombro a hombro, tan cerca que nos tocamos, y blandiendo cuchillos. Mientras que ellos, los supervisores, están ahí con calculadoras haciendo cuentas para cumplir la cuota del día. Y si les parece que estamos retrasados andan como locos gritando… Yo sabía que venía a trabajar, pero nunca me imaginé esta anormalidad y el maltrato. Esperaba algo mejor que esto, porque cosas así se ven en nuestros países, pero no se esperaba eso en este país, un país tan avanzado”.
En la segunda parte: Una nueva fuerza se hace oír en las calles de Lumberton, y los ultrajes llevan a un estallido.
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