Obrero Revolucionario #896, 2 de marzo, 1997
Recibimos la siguiente carta de una participante en la "Gira de las Realidades Fronterizas", organizada por La Resistencia en el verano.
Al oscurecer aparece el mecanismo de represión. En el terreno árido y ondulado que separa a México y Estados Unidos, se encienden telescopios infrarrojos, despegan helicópteros, y docenas de camionetas verdes de la Patrulla Fronteriza empiezan a patrullar el laberinto de carreteras y caminos polvorosos. Todos persiguen al mismo blanco: seres humanos impelidos al norte por el hambre, la miseria y la posibilidad de trabajo.
Soy maestra de una ciudad del sur de California y he leído mucho sobre los cambios en la zona fronteriza. Pero todas las noticias me venían filtradas por el Los Angeles Times o los noticieros televisivos. Varios amigos me dijeron que están convirtiendo la frontera en una zona de guerra pero eso me parecía una exageración, así que decidí participar en la Gira de las Realidades Fronterizas para ver la situación de primera mano.
Lo que vi fue peor de lo que me hubiera imaginado.
Regresé triste, culpable e indignada. La tristeza es por los inmigrantes que conocí y con quienes hablé con la ayuda de un intérprete; la culpabilidad por haber cerrado los ojos ante la opresión en la frontera; y la indignación va dirigida al gobierno por tratar a seres humanos iguales que yo y los demás participantes de la gira como si fueran criminales. Son personas cuyo único delito es pasar hambre y querer trabajo: la clase de trabajo que la mayoría de los estadounidenses nunca harían.
Escuchando las historias de esos inmigrantes, me llené de respeto por su valor. Si yo fuera un campesino mexicano sin dinero ni cosecha, con una familia hambrienta, no sé si tendría el valor de venir al norte y arriesgar la vida y la libertad cruzando la frontera, cueste lo que cueste.
Aquí en mi ciudad, revivo una y otra vez lo que vi durante los dos días y noches que pasé en la frontera. Tengo varias impresiones grabadas en la memoria, pero hay dos que me gustaría compartir.
La primera tuvo lugar en la Casa del Migrante, donde la iglesia católica da alojamiento a hombres y mujeres atrapados en la frontera o devueltos a México que no tienen dónde ir.
Con la ayuda de nuestro intérprete, hablé con un joven de 24 años, de pelo oscuro, cuerpo fornido y sonrisa simpática. Parecía un hombre en la flor de la vida, con la excepción de sus muletas y una profunda cicatriz en la frente.
Me enteré de que él vivía con su familia en el sur de California. Fue a México a visitar a unos amigos, y cuando regresó a Tijuana para cruzar la frontera, siete hombres lo atacaron: lo robaron, lo apuñalaron, le pegaron con una barra de hierro y lo dieron por muerto.
Ahora, todavía recuperándose, está en el refugio sin opciones; su familia se trasladó a otra ciudad más lejos y no puede conectarse con ella.
Escuchando su historia, sentí como si fuera una versión contemporánea de la de Philip Nolan, un hombre sin patria. Pero en el caso de ese joven mexicano, tiene ganas de vivir en Estados Unidos pero la brutalidad de la Operación Guardián lo ha separado de su familia.
Desde el vestíbulo de la Casa del Migrante, observé a los casi 100 hombres adentro que se apiñaban. La mayoría eran jóvenes, fuertes, probablemente casados o comprometidos. Su único crimen es cien por cien humano: hacer lo mismo que todos queremos hacer, o sea, ganarse la vida, tener hogar y familia.
Y ahora se encuentran atrapados entre la pobreza de su país y el muro más y más impenetrable.
Esa misma noche estaba al otro lado de la frontera, cerca del muro de metal oscuro, cerca de la estación de San Ysidro.
La gira había terminado y nos bajamos de los carros para atravesar un camino de tierra e ir a lo que fue una barrera fronteriza del ferrocarril, que actualmente está cerrada y sellada con barras de metal.
Al acercarnos al muro, vi a una docena de hombres en una colina al otro lado. Nos miraron, bajaron de la colina y metieron la cara en los agujeros del muro.
Sentí vergüenza; me dijeron por medio del intérprete que necesitan trabajo. "No somos criminales—uno dijo. —Solo queremos trabajo".
Me pregunté dónde estaba. ¿En qué país totalitario? ¿Qué tan lejos de América estaba para encontrarme debajo de la luz amarilla de reflectores klieg, hablando con un joven de 20 años cuya cara de cansancio y mejillas hundidas se repetían en los demás hombres que lo rodeaban?
¿Por qué estaban ellos afuera y yo adentro?
Oí el sonido de un motor y dándome la vuelta vi una camioneta de la Patrulla Fronteriza que se nos estaba acercando. Se paró y un agente fornido nos dijo: "Si les pasa algo, es su propia responsabilidad".
El líder de nuestro grupo asintió con la cabeza. El agente regresó a la camioneta y empezó a hablar por la radio.
"Allí está otra", dijo alguien, señalando adelante. Otra camioneta estaba estacionada en la sombra de un garaje abandonado.
"Miren la cámara", dijo otro.
Miré arriba. En la cima de un poste de teléfono había una cámara que nos miraba.
Qué paisaje, pensé al despedirnos: gente desesperada, muros, guardias y espionaje electrónico. ¿En qué viejo noticiero había visto esa visión?
Al regresar a los carros, miré una vez más hacia la frontera. El largo muro metálico pareció recortar la oscuridad.
"¿Hasta dónde irá el muro?", pregunté al líder de la gira.
"Hasta donde tenga que ir para bloquearle el paso a los inmigrantes—me contestó. —Ya entra al desierto. La Migra cree que con el calor del desierto no van a cruzar más allá. Muchos ya han muerto cruzando a pie. Pero seguirán tratando; ¿no viste eso en su cara?".
Sí, lo había visto en la cara de esos hombres en la frontera, y la verdad es que no vi ninguna diferencia entre su cara y la mía o la del agente de la Patrulla Fronteriza.
Eso es lo que hacen los muros: crear divisiones entre nosotros y ellos.
Esa es la lección de saqué de la gira.
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