Obrero Revolucionario #919, 17 de agosto, 1997
El Proyecto Fronterizo de Verano es una gira anual organizada por La Resistencia que da la oportunidad de visitar la frontera y conversar con gente de ambos lados sobre el costo humano de la militarización de la frontera. Este año participaron negros, blancos, asiáticos y latinos; unos viven cerca de la frontera en San Diego, otros en Watts y otras comunidades de Los Angeles. Hace poco tuvimos la oportunidad de conversar con uno de sus participantes. Este es su relato:
Al cruzar la frontera se ven más clara y nítidamente las diferencias entre los dos países que el muro que los separa. El viernes por la mañana, cuando llegamos a San Diego, vimos gente en shorts khaki y tenis Nike caminando a sus perros, céspedes primorosos y grupos de niños camino a la escuela. Más tarde, cuando llegamos a Tijuana, vimos mujeres y niños harapientos pidiendo limosna, y niños de siete y ocho años que se acercaban a los carros para vender periódicos y dulces.
Al anochecer visitamos una colonia de trabajadores de maquiladoras en Tijuana. Sus casuchas están entre dos colinas, no tienen agua, electricidad ni alcantarillado. Muchos son campesinos que fueron a Tijuana porque las grandes empresas e inversionistas extranjeros se apoderaron de sus tierras.
Platicamos con una señora que ha sido arrestada y amenazada por organizar la colonia para mejorar las condiciones de vida e impedir que el gobierno se apodere de los terrenos donde han levantado sus casuchas. Quieren sembrar huertos para cultivar comida para la colonia, pero el gobierno quiere quitarles los terrenos para construir más maquiladoras para explotar a más gente.
Unos cuantos platicamos con un par de obreros que fabrican piezas de metal en una maquiladora. Enrique es un campesino de Guerrero y Jorge es de ciudad de México. Ambos viajaron al norte a buscar trabajo para mantener a su familia.
Enrique intentó cruzar la frontera, pero fue imposible por la militarización. Jorge ha trabajado en California. Hace unos años, trabajaba de 3 a.m. a 5 p.m. en una panadería de Bakersfield por $150 a la semana.
La situación en Tijuana no es mucho mejor. Trabajan en condiciones pésimas: tienen derecho de ir al baño una vez al día y si necesitan ir otra vez tienen que pedirle permiso al supervisor; 100 trabajadores beben agua del mismo jarro y del mismo galón de agua sucia; y los salarios son de $30 a $50 por semana.
La creciente militarización de la frontera y la construcción de un muro de Berlín ha hecho más difícil y peligroso cruzarla. Pero la gente sigue cruzando porque las condiciones de vida en México están empeorando y la vida es cada vez más cara. La gente busca otras vías para cruzar la frontera, por ejemplo, hacia el este de Tijuana, donde las temperaturas son extremas (durante el día suben a más de 100 grados y las noches son heladas).
A fines de los años 70, Tijuana tenía de 60 a 80 mil habitantes, pero con la llegada de la industria y la masiva migración a Estados Unidos ha crecido enormemente. No se sabe precisamente cuánta gente vive en Tijuana, pero se calcula que es alrededor de tres millones. En los últimos 10 años, La Casa del Migrante ha hospedado a más de 100.000 personas, muchos de ellos trabajadores deportados de Estados Unidos. Otros se trasladaron a Tijuana para trabajar en las maquiladoras.
Un señor de Acapulco nos contó lo difícil que es mantener la familia de la pesca. La temporada más difícil es durante las lluvias cuando no hay turismo, nadie quiere comprar y los pescados se pudren o el precio se desploma y la venta no da para vivir. Dijo que quiere pasar a Estados Unidos para ganar un poco de dinero y mandárselo a su familia; no sabe cómo se las arreglará para cruzar ya que le han dicho que es como cruzar el infierno, pero dijo que no le queda más remedio.
En la Casa del Migrante organizaron una velada cultural con música y poesía, a la cual todos asistimos.
Cuando salíamos, un joven que cantó y tocó la guitarra se nos acercó y se presentó. Nos preguntó de dónde éramos. Yo dije que la mayoría éramos estudiantes de prepa y universitarios de Los Angeles y San Diego, y que queríamos saber de sus experiencias al cruzar la frontera, cómo es el trabajo en las maquiladoras, etc., para contarlo a todos. Eso le gustó mucho y nos contó su experiencia.
Dijo que trabajó un par de años de jardinero en Santa Ana, hasta que un día, cuando estaba trabajando, se asomó una camioneta de la Migra y se lo llevó. En un par de horas estaba en Tijuana, donde sigue buscando trabajo.
Cruzar la frontera no es garantía de nada; una vez en Estados Unidos hay que lidiar con la persecución a los inmigrantes.
El último día de la gira me abrió los ojos como nunca antes y pude ver clarísimo que a este sistema no hay ni libertad ni igualdad, solo esclavitud y desigualdad.
En San Diego visitamos un campamento de inmigrantes donde cuidan los sembrados mejor que a la gente. Los tomates crecen en campos protegidos del sol ardiente, irrigados y cuidados. Cerca, valle abajo, entre los árboles y arbustos, viven docenas de trabajadores en casuchas que solo tienen una pared y techos de plástico o de bolsas de basura, sin agua ni electricidad. Hay que caminar 20 minutos a buscar agua.
Cuando llegamos al campamento, nos acercamos a un grupo que jugaba barajas cerca a un camión-lonchería. En un principio no querían hablar. Explicamos que éramos estudiantes que queríamos conocer cómo viven, el maltrato al que los someten los patrones y la Migra, y por qué viajaron desde Oaxaca a San Diego. Al rato, un par empezaron a platicar con nosotros y nos llevaron a conocer su campamento.
La mayoría de los trabajadores son de Oaxaca, uno de los estados más pobres de México. Muchos tienen papeles y pueden visitar a sus familias cuando logran ahorrar para el viaje, pero muchos otros no tienen papeles y viven en las miras de la Migra.
Un chavo de 10 años nos contó que caminó cuatro días con su papá para cruzar la frontera en una zona montañosa. Dijo que hace un par de semanas la Migra los persiguió a él y a otros, y que lo agarraron pero logró escaparse por entre las patas del agente y esconderse entre los matorrales.
A primera vista es como cualquier otro chavo de 10 años: la manera como agarra su sándwich, la manera como patea piedritas. Al mirarlo, me puse a pensar en todos los chavos de su edad de mi cuadra: se reúnen después de la escuela para jugar fútbol o montar en bicicleta. Pero él, ¿cuándo tendrá tiempo para jugar? Es el único niño en el campamento, no va a la escuela y tiene responsabilidades, como lavar ropa y llevarles agua a los trabajadores.
A medida que seguíamos platicando, otros empezaban a prestar atención. Nos dijeron que les daba vergüenza ser tan pobres, pero cuando dijimos que a quienes les debe dar vergüenza es a su patrones por explotarlos, dijeron que sí y nos miraron con curiosidad.
Ya cuando estábamos a punto de irnos, se acercaron otros para contarnos su historia. Nos contaron de las familias que dejaron en Oaxaca porque no podían dormir sabiendo que pasaban hambre; de que a pesar del riesgo de cruzar la frontera, tenían que hacerlo para conseguir trabajo y mandar un poquito de dinero a la familia.
Todos los trabajadores del campamento son pobres, pero comparten todo lo que tienen. Son un ejemplo de desinterés personal. Les dimos ropa y, en vez de apropiarse de ella, primero vieron a quién le quedaba mejor o quién la necesitaba más. No hay trabajo para todos todos los días, pero nunca le falta comida a quien no ha trabajado.
En eso pensaba al mirar hacia la colina del otro lado, donde a un par de millas están construyendo casas de dos y tres pisos. Cuando la temperatura pase los 100 grados, los que viven en esas casas no sentirán los rayos ardientes del sol sino el fresco del aire acondicionado. Cuando las lluvias inunden el campamento y hiele, no sentirán ni una gota de agua ni el cortante frío. Pero los que construyen esas casas y cultivan la fruta y verdura que adornan sus mesas, pueden morir a manos de la Migra, del hambre o de deshidratación.
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