Redadas de japoneses-americanos en la II Guerra Mundial

Los crímenes de la orden ejecutiva 9066

Obrero Revolucionario #1139, 17 de febrero, 2002, en rwor.org

“En tiempos de crisis nacional, es especialmente evidente que debemos alentar a nuestros hijos y nietos al estudio de la historia. En realidad, todos nosotros debemos conocer los ideales e ideas que construyeron este país y estar conscientes de nuestra gran fortuna de gozar de la libertad. De hecho, generaciones de hombres y mujeres han estado dispuestas a sacrificar todo por la libertad que tanto amamos. En tiempos de guerra debemos tener presente precisamente qué está en juego”.

Lynne Cheney, 5 de octubre de 2001

Lynne Cheney, la esposa del vicepresidente Dick Cheney, es una destacada derechista que en este momento encabeza la carga contra los académicos progresistas y sus planteamientos. Lo arriba citado viene del folleto “Defender la civilización: Las universidades no cumplen su deber con América; ¿qué podemos hacer al respecto?”, que es “un proyecto del Fondo para Defender la Civilización” del Consejo Americano de Regentes y Graduados.

En algo tiene razón la segunda dama: la historia de Estados Unidos está repleta de ejemplos muy ilustrativos de “los ideales e ideas que construyeron el país”, tales como el genocidio de los amerindios, la esclavitud de millones de africanos y la matanza de miles de afganos actualmente. A continuación, relatamos uno de los más vergonzosos episodios: la detención en campos de concentración a más de 110.000 personas de ascendencia japonesa en la II Guerra Mundial.

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El 19 de febrero de 1942, el presidente Franklin D. Roosevelt autorizó, por medio de la orden ejecutiva 9066, redadas masivas de japoneses-americanos. Dos meses antes Japón atacó la base naval de Pearl Harbor, Hawai, y Estados Unidos entró a la II Guerra Mundial. Según la mitología oficial del gobierno estadounidense, el ataque lo obligó a defenderse contra el siniestro expansionismo japonés, pero en realidad las causas de la guerra en el Pacífico se remontaron varias décadas y se encontraron en el expansionismo imperialista yanqui y su rivalidad con el imperialismo japonés.

Con ambiciones colonialistas y expansionistas, Estados Unidos se apoderó de Hawai en 1893 y en 1899, mandó la mitad de sus fuerzas armadas a conquistar Filipinas, donde mataron a centenares de miles de filipinos en una cruenta guerra de tres años.

Estados Unidos no era la única potencia que buscaba la hegemonía en Asia y el Pacífico. Los imperialistas ingleses, franceses y holandeses tenían sus colonias en la región, y Japón, que en ese momento surgía como potencia imperialista, pretendía conquistar colonias y fuentes de caucho, petróleo y mano de obra. Antes del ataque a Pearl Harbor, las rivalidades entre Japón, Estados Unidos y otras potencias estaban al rojo vivo. (Unos años antes la guerra imperialista estalló en Europa y tras el ataque a Pearl Harbor, Estados Unidos entró a la guerra). El gobierno aprovechó los temores de una invasión japonesa de la costa oeste para crear una histeria de guerra y todo esto preparó las condiciones en que se dieron las redadas masivas de japoneses-americanos.

La histeria de guerra

A lo largo de la historia, los inmigrantes japonenses experimentaron el racismo y la discriminación. En 1913, la Ley de los Inmigrantes y la Tierra prohibió que los “residentes inelegibles para la ciudadanía” fueran dueños de tierra en California. (De acuerdo a una medida racista vigente hasta 1952, solo los blancos podían hacerse ciudadanos). El fiscal general de California afirmó que estaba muy bien excluir a los japoneses porque eran “una raza indeseable”, el periódico Sacramento Bee informó que “reproducen como ratas” y en su campaña por la reelección el senador James Phelan lanzó la consigna “Por una California blanca”.

El gobierno no tenía ninguna evidencia de que los japoneses-americanos eran una “quinta columna”. Por lo contrario, el mes antes del ataque a Pearl Harbor, un informe confidencial al presidente Franklin D. Roosevelt concluyó que no representaban un peligro y el director del FBI, J. Edgar Hoover, afirmó que no se justificaban las evacuaciones masivas por razones de seguridad. Sin embargo, siguieron atizando los ataques racistas y pintando de “enemigos” a los japoneses-americanos. El L.A. Times señaló en un editorial: “Una víbora es una víbora, dondequiera que nazca. De igual manera, un japoneses americano, nacido de padres japoneses... crece como japonés, no como americano... Así las cosas, aunque pueda ocasionar unas cuantas injusticias tratar a todos como potenciales enemigos... estamos en una guerra contra esa raza”.

El teniente general John DeWitt, jefe del Comando de Defensa Occidental, escribió: “La raza japonesa es una raza enemiga y si bien muchos japoneses de segunda y tercera generación, nacidos en tierra estadounidense y ciudadanos de este país, se han americanizado, la raza en sí no se diluye... Por eso, podemos decir que actualmente, a lo largo de la costa del Pacífico andan sueltos 112.000 potenciales enemigos de ascendencia japonesa”.

Los ataques racistas contra los japoneses-americanos se nutrieron de la supremacía blanca, que es un pilar de la sociedad estadounidense, y el gobierno los atizó muy calculadamente para generar apoyo para la guerra.

Las primeras redadas

Al día siguiente del ataque a Pearl Harbor, el gobierno congeló los bienes de los japoneses. Los acreedores, dueños de apartamentos y bancos les cayeron encima como buitres, rechazando las solicitudes de préstamos y extensiones de los plazos de pagos. Desalojaron a muchas familias, despojaron a mucha gente de su tierra y los pequeños negocios se quebraron.

El FBI inició las redadas de issei (inmigrantes japoneses de primera generación). Del 7 al 10 de diciembre, rastreó las comunidades japonesas de Hawai y arrestó a casi 1300 hombres. No detuvo solamente a los que manifestaron simpatía con la causa de Japón sino a cualquiera que participara en la vida de la comunidad, entre ellos un anciano de 85 años, sordo, casi ciego y quien padecía cáncer del estómago. Se presentaron en un campo de béisbol y detuvieron a miembros del equipo L.A. Nippons. Hasta arrestaron a miembros de la Legión Americana.

Con las redadas metieron a los líderes de la comunidad japonesa tras las rejas y arruinaron a muchas familias. Como explicó un japonés-americano: “Cuando metieron presos a los hombres, las mujeres y niños no podían cosechar los cultivos ni contratar a quienes los ayudaran; fue común, por ejemplo, que una cosecha de apio valorado en $10.000 se echara a perder y con ella se perdería todos los ahorros de la familia. Para colmo, la prensa y la opinión pública acusaron a los japoneses de no trabajar la tierra y de sabotear la guerra”.

El FBI pudo lanzar ese ataque relámpago porque ya tenía preparadas las listas de los líderes clave. Unos años antes, en 1936, Roosevelt escribió un memorando secreto al jefe de Operaciones Navales: “Debemos identificar solapadamente pero sin falla a todo ciudadano o residente japonés de la isla de Oahú que recibe a los barcos japoneses o tiene conexión alguna con los oficiales o marineros; sus datos deben figurar en la lista de los que irían a campos de concentración si la situación pasara a mayores”. En 1939, el FBI, las agencias de inteligencia del departamento de Justicia, la oficina de Inteligencia Naval y la división de Inteligencia Militar trabajaban en esas listas.

El 12 de noviembre de 1941, el FBI detuvo a 15 hombres de negocios y líderes de la comunidad japonesa en Los Ángeles; incautó los documentos de los negocios y las listas de los miembros de las organizaciones. Dos semanas antes del ataque a Pearl Harbor, Roosevelt ordenó que se recopilara cuanto antes los datos de toda persona de origen japonés, usando la información de los censos de 1930 y 1940.

Los líderes de la Liga de Ciudadanos Japoneses-Americanos (JACL) ayudaron al FBI. A la organización la integraban profesionales de segunda generación (nisei) que tenían la ciudadanía. Antes de la guerra fue una especie de club social para nisei que querían salir adelante y se dedicó al cabildeo y a la defensa de los derechos de los japoneses-americanos en los tribunales. (Es revelador que en esa época de intensa discriminación oficial y extraoficial enfocó sus esfuerzos en la lucha por la ciudadanía para los issei que hicieron el servicio militar). Tras el ataque a Pearl Harbor, JACL mandó un telegrama a Roosevelt y prometió su “lealtad a América” y su “cooperación incondicional”.

Irónicamente, a la vez que hacía las redadas, el gobierno proclamaba la defensa de la democracia y los derechos de todos. El secretario de Justicia, Francis Biddle, dijo: “Si amamos la democracia, nos incumbe que se haga realidad para los demás: para los alemanes, los italianos, los japoneses... la Carta de Derechos brinda garantías a todo ciudadano americano y a todo ser humano que habita la tierra donde nuestra bandera ondea”.

Muchos nisei se tragaron las mentiras del gobierno de que no pasara más que las detenciones de los issei. Frank Emi, un líder del movimiento de resistencia en el campo de concentración Heart Mountain, dijo que los nisei “jamás nos imaginábamos que nos tocara a nosotros porque éramos nisei nacidos aquí y éramos ciudadanos”. El desengaño no se hizo esperar.

Toque de queda y evacuaciones

La orden ejecutiva 9066 estableció zonas militares donde “el secretario de Guerra o la autoridad militar competente suspende a su discreción los derechos de toda persona de entrar, permanecer o salir” y dio carta blanca al general DeWitt para las redadas masivas de japoneses-americanos en la costa oeste. De hecho, el general venía reclamando esos poderes desde el ataque a Pearl Harbor, argumentando que “el mismo hecho de que no haya ocurrido ningún acto de sabotaje hasta la fecha [es]... inquietante y es un buen indicio de que ocurrirá”.

El 24 de marzo de 1942, DeWitt decretó el toque de queda de las 8 de la noche a las 6 de la mañana para todo residente legal alemán, italiano o japonés y todo ciudadano de ascendencia japonesa (pero no alemana o italiana). Además, los japoneses necesitaban un permiso militar para viajar más que 8 kilómetros de la casa; así que en zonas rurales lo necesitaban para ir de compras, a cortarse el pelo o a llevar el producto al mercado. Una familia de Portland, Oregon, solicitó permiso para visitar a una pariente gravemente enferma en la ciudad de Salem, pero murió en lo que demoraron los trámites; dijo la hermana de la difunta: “Lo único que me importaba fue que estaba muerta y que ‘ellos’ lo hicieron”.

Poco después de instituir el toque de queda, el general DeWitt promulgó la Proclamación Pública No. 4, según la cual, toda persona de ascendencia japonesa debía obtener un permiso militar para salir de las regiones occidentales de California, Oregon y Washington o del sur de Arizona a fin de “asegurar una evacuación ordenada, supervisada y totalmente controlada”. Unas semanas después, amplió la medida a las regiones orientales de California, Oregon y Washington.

En un principio se dijo que el “traslado” sería voluntario, pero posteriormente ordenaron a los japoneses-americanos a inscribirse con la Administración de Control de Civiles en Tiempo de Guerra y prepararse para el traslado a “una residencia provisional”. No les informaron a dónde los llevaban ni por cuánto tiempo.

Cada familia recibió un número de identidad. Dijo un japonés-americano: “Henry se reportó a la estación de control y regresó con 20 etiquetas que tenían el número 10710 para colocarse en cada pieza de equipaje y en el abrigo de cada uno. De ahí en adelante éramos la familia #10710”.

Pegaron avisos en las comunidades japonesas: “De acuerdo a la Orden de Exclusión Civil No. 27 de este cuartel general, fechada el 30 de abril de 1942, se evacuará a toda persona de ascendencia japonesa —residentes legales y ciudadanos-– antes del medio día del jueves el 7 de mayo del presente”.

Les advirtieron que no llevaran más de lo que podían cargar, y tuvieron que vender todo lo demás en menos de una semana a precios bajísimos. Un japonés-americano cuenta: “Estaba muy angustiado; imagínense, nos dieron un plazo de seis días para deshacernos de todas nuestras cosas”. Dijo otro: “Es difícil expresar la terrible pena y vergüenza que sentimos cuando los blancos agarraron nuestras cosas y las compraron a precios tan ridículos, pues no quedó otro que aceptar lo que ofrecieran dado que no teníamos la menor idea de lo que nos deparaba el futuro”.

Los japoneses-americanos cultivaban el 40% de la tierra de California. Se les robó las tierras, además de una cosecha valorada en $40 millones y $100 millones de inversiones; tuvieron que vender todo a precio de ganga. También perdieron pequeños negocios valorados en $4 millones. Dice un japonés-americano: “Con el sudor de 50 años, mi padre nos construyó una casa y compró una finca, pero de la noche a la mañana, ¡pum!, todo se perdió”.

¿Por qué no se opuso mayor resistencia?

Tres hombres –-Minoru Yasui en Oregon, Fred Korematsu en California y Gordon Hirabayshi en Washington-– no se reportaron para la evacuación; sostuvieron que la orden era inconstitucional. Hirabayshi afirmó: “Para mí no era aceptable ser ciudadano de segunda clase en el país de los blancos”. Los arrestaron, los condenaron y los metieron presos. Apelaron a la Suprema Corte y la corte confirmó las condenas; consideró que las medidas eran necesarias por razones militares.

¿Por qué no se opuso mayor resistencia a la detención de 110.000 japoneses-americanos en campos de concentración? En la segunda parte de esta serie relataremos la heroica y decidida resistencia que surgió en los campos; sin embargo, por varios motivos no se desató un pujante movimiento de resistencia contra las redadas y detenciones justo en el momento decisivo: como ya señalamos, los arrestos preventivos a los issei descabezaron la dirección tradicional de la comunidad; las mentiras y promesas del gobierno engatusaron a muchos nisei (como eran ciudadanos, creyeron que no los meterían a los campos de concentración); y las organizaciones que se hubieran opuesto y atizado la resistencia terminaron apoyando al gobierno. En un discurso de marzo de 1942, el presidente de JACL manifestó: “Por nuestro deber a la patria iremos al exilo porque así lo disponen el presidente y las autoridades militares. Brindaremos nuestro pleno apoyo al presidente Roosevelt y la nación; este es nuestro compromiso sagrado como buenos y patrióticos ciudadanos... No se podría pedir un amor ni una prueba más grande de la lealtad que dejar nuestras casas, negocios y amigos para que la patria esté en las mejores condiciones de librar la guerra”.

Los falsos comunistas del revisionista Partido Comunista de Estados Unidos (CPUSA) compartieron los planteamientos de JACL. Según una fuente, el periódico del CPUSA de la costa oeste escribió que “las restricciones a la libertad de los japoneses eran ‘lamentables pero de importancia vital’ y a finales de febrero calificó de ‘proyecto sensato’ a las propuestas del general DeWitt”; llegó al extremo de sacar caricaturas racistas parecidas a las que publicaba la prensa burguesa.

Apiñados en “centros de concentración”

Los japoneses se reportaron a las estaciones de tren, donde los rodearon soldados con rifles y bayonetas que los llevaron a “centros de concentración”. Se espantaron al darse cuenta de que les tocaba alojarse en corrales de ganado y establos convertidos en viviendas provisionales. Según un relato: “El centro de concentración era sucio, cochino y olía mal; 2000 personas estábamos apiñadas en un edificio grande. No había camas y llenamos con paja los sacos que nos dieron para que sirvieran de colchones. Donde antes guardaban el ganado, ahora vivía una familia japonesa-americana. De repente, nos dábamos cuenta de que confinaban a los seres humanos en los corrales como antes teníamos a los caballos y los chanchos en las fincas”.

No había agua; en Santa Anita, un hipódromo donde alojaron a 19.000 detenidos de Los Ángeles, había apenas seis letrinas.

Los campos de concentración

Los detenidos se quedaron en los centros de concentración hasta el otoño de 1942 cuando los trasladaron en 171 trenes especiales de a 500 personas en cada tren. No les dijeron a dónde los llevaban.

La mayoría de los 10 campos de concentración se ubicaron en zonas del desierto muy apartadas: Topaz en Utah, Poston y Gila River en Arizona, Amache en Colorado, Jerome y Rohwer en Arkansas, Minidoka en Idaho, Manzanar y Tule Lake en California y Heart Mountain en Wyoming. Dijo un detenido: “Ni siquiera sabíamos dónde estábamos. No había ni casas ni árboles ni nada verde, solo artemisa y unos cuantos cactos y la tierra árida y seca”.

Un detenido del campo Minidoka dijo: “Parecía que estuviéramos en una gigantesca máquina que mezclaba arena; un ventarrón de 100 kilómetros por hora levantó el polvo hacia los cielos y obliteró todo. Llenó las bocas y las narices, y sentíamos que miles de agujas voladoras picaran la cara y las manos”.

Los campos de concentración tenían cercas de alambre de púas y torres de vigilancia; patrullaron soldados con rifles y bayonetas con órdenes de tirar a cualquiera que saliera sin permiso o que no obedeciera una orden de alto.

Hirota Isomura y Toshio Kobata, dos detenidos que estaban gravemente enfermos, murieron a manos de un guardia el 27 de julio de 1942, su primer día en el campo de concentración. Como eran muy débiles no podían caminar el kilómetro y medio al campo; los balearon y luego dijeron que intentaron escapar. Les tocó a dos de sus compañeros cavarles la tumba y el guardia les advirtió: “Estas tumbas son para los japoneses que murieron; si ustedes no le echan ganas, tendrán que cavar dos tumbas más”.

Próximamente saldrá la Parte 2: La resistencia en los campos de concentración

Fuentes:

“Los campos de concentración estadounidenses en la II Guerra Mundial”, Obrero Revolucionario No. 113, 10 de julio de 1981

“Audiencias sobre los campos de concentración: Un problema para el imperialismo yanqui”, Obrero Revolucionario No, 118, 21 de agosto de 1981

“La traición del CPUSA”, Obrero Revolucionario No. 118, 21 de agosto de 1981

Free to Die for Their Country: The Story of Japanese American Draft Resisters in World War 2, Eric Muller, University of Chicago Press, 2001

Strangers from a Different Shore: A History of Asian Americans, Ronald Takaki, Penguin, 1989

Only What We Could Carry: The Japanese American Internment Experience, ed. por Lawson Fusao Inada, Heyday Books, 2000


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