Un martes 27 de junio por la mañana, Nahel Merzouk, un joven de 17 años de ascendencia norteafricana, conducía por Nanterre, un suburbio de París.
Cuatro días después, Nahel sería enterrado allí, su joven vida robada por unos cerdos policías franceses que lo mataron a tiros durante un control de tráfico.
Pero antes de que Nahel fuera enterrado, decenas de miles de jóvenes como él se habían alzado en una feroz rebelión contra las instituciones de la sociedad francesa, en particular la policía — haciendo añicos la negación oficial francesa del repugnante, omnipresente y a veces mortal racismo que impregna la sociedad francesa.
Inmediatamente después de que los policías dispararon a Nahel, afirmaron que habían actuado en defensa propia para impedir que Nahel los atropellara. Pero poco después se hizo viral un vídeo grabado por un transeúnte en el que se revelaba que era mentira. El vídeo mostraba a los policías apuntando con sus armas a Nahel a pesar de que no corrían peligro alguno y a quien, según sus propias palabras, reconocían que era muy joven. De hecho, muchos francófonos afirman que en el vídeo se oye a los policías amenazar a Nahel diciéndole “te voy a meter una bala en la cabeza” justo antes de que Nahel intente huir.
Lo único que queda de la “justificación” de los policías para matar a Nahel es que no tenía permiso de conducir y que “conducía de forma errática”.
La abuela de Nahel declaró a los periodistas: “Mi nieto está muerto, han matado a mi nieto. Estoy en contra del gobierno... Nunca les perdonaré esto en mi vida, nunca”.
Empujados a mudarse a Francia por el saqueo de sus países, luego abatidos a tiros cuando se rebelan contra aún más opresión
Durante siglos, Francia ha sido una de las principales potencias coloniales/imperialistas europeas, con un imperio que se extendía desde el sudeste asiático hasta el norte de África y el Caribe1. La riqueza y el poder de Francia se han construido sobre el saqueo de sus colonias. Piénsalo: generación tras generación, los habitantes de esas zonas se agotaron la vida —y a menudo la perdieron— creando la gran riqueza y poder de Francia, riqueza que el imperialismo le saqueó a sus países. Y la ruina que Francia impuso a esas colonias es la principal razón por la que millones de africanos y árabes emigraron a Francia, buscando cualquier tipo de trabajo, por miserable que fuera, para mantener vivas a sus familias.
Los inmigrantes negros y arabes (y muchas veces musulmanes) y sus descendientes son ahora una minoría grande de la población francesa2. Muchos se hacinan en las densamente pobladas banlieues (suburbios) de las principales ciudades, ganándose la vida a duras penas con trabajos mal pagados y (según grupos de derechos humanos) enfrentándose a una discriminación étnica “prolongada, omnipresente, generalizada y bien documentada” a manos de los cerdos policias. Oficialmente “franceses”, son reprimidos por el gobierno y abiertamente despreciados por el creciente movimiento fascista francés, que está muy cerca de tomar el poder en gran parte debido a sus calumnias racistas contra los inmigrantes.
Los padres inmigrantes tienen miedo cada vez que sus hijos salen a la calle, y les recuerdan nerviosos que lleven el carné de identidad. Un joven describió cómo lo pararon tres veces en un día. Durante una de las paradas, los policías “me ponen violentamente contra la pared. Uno de los agentes me toca las partes íntimas. Luego, me golpea en el estómago y me llama ‘sucio árabe’”.
Es esta realidad de opresión la que estalló el 27 de junio y continuó con gran intensidad hasta el 2 de julio. Desde París (la capital), en el norte, hasta la gran ciudad portuaria de Marsella, en el sur, Lille, en el noreste, e incluso en el soñoliento pueblo de Pau, en los Pirineos, en la frontera occidental, la gente salió a la calle. De hecho, la rebelión saltó las fronteras nacionales, con brotes registrados en Bruselas (Bélgica), en la colonia insular de Reunión (a 8.000 km de París, en el océano Índico) y en la Guayana Francesa, en la costa caribeña de Sudamérica.
El gobierno francés esperaba enfriar las cosas iniciando procedimientos judiciales contra el policía asesino, pero cuando eso no calmó las aguas el gobierno intensificó la represión rápidamente. Amenazó a los padres, exigiéndoles que mantuvieran a sus hijos en casa o se les responsabilizaría de su papel en la rebelión. El 30 de junio, 45.000 policías —en algunos casos respaldados por vehículos blindados y helicópteros— se desplegaron contra los jóvenes. Un sindicato policial grande calificó a los jóvenes rebeldes de “alimañas”.
Sólo el 29 de junio detuvieron a 667 personas. Al final de la quinta noche se habían producido 3.500 detenciones. En muchos lugares se impuso el toque de queda y/o se prohibieron las protestas organizadas, pero el 30 de junio miles de personas marcharon en una protesta prohibida en Lyon. Incluso el 8 de julio, una semana después de que había amainado el levantamiento, miles de personas participaron en las protestas —protestas prohibidas— convocadas por la hermana de un hombre asesinado por la policía en 2016. En París la policía dispersó a 2.000 manifestantes en la enorme Plaza de la República, y se produjeron protestas en otras 30 ciudades francesas.
Era la furia imparable de una juventud que, aun siendo “ciudadanos de pleno derecho” nacidos en Francia, se enfrentan a una opresión implacable3. Aunque se produjeron algunos saqueos de pequeños comercios y ataques a escuelas y ayuntamientos, el objetivo principal era la policía. Según el gobierno, 273 edificios de las fuerzas de seguridad fueron atacados, muchos de ellos saqueados o incendiados.
Dos desafíos
Este levantamiento no sólo estaba plenamente justificado, sino que era inspirador: un cri de coeur (grito del corazón) de quienes son tratados como menos que basura, y una indicación del poder potencial de una indignación reprimida durante tanto tiempo para extenderse como el viento y hacer frente, al menos durante un tiempo, a las fuerzas avasalladoras de un gobierno imperialista moderno.
Sin embargo, hay dos puntos débiles que saltan a la vista en el desarrollo de los acontecimientos:
El primero es que parece que la rebelión —por muy justa que fuera— no estaba imbuida, ni siquiera contenía ningún elemento, de una visión de un futuro diferente y de una sociedad diferente por los que la gente debería luchar, ni de la necesidad de la revolución —el derrocamiento del sistema capitalista-imperialista de Francia— para efectuar cualquier tipo de cambio fundamental y liberador.
El segundo punto es que parece que el sistema logró aislar políticamente al levantamiento. Para ello, aprovecharon algunas debilidades secundarias del levantamiento que implicaban ampliar erróneamente el blanco. Aunque se informó ampliamente que grandes sectores de la población francesa estaban conmocionados por el asesinato de Nahel y las mentiras para encubrirlo, hubo muy pocas expresiones de apoyo a los jóvenes rebeldes: ninguna declaración de solidaridad (que sepamos) de personas, artistas u organizaciones progresistas, ninguna protesta contra la violenta represión de los jóvenes4. Las debilidades en la rebelión fueron secundarias y DE NINGUNA MANERA justifican quedarse al margen con los brazos cruzados.
Esto es realmente vergonzoso, especialmente teniendo en cuenta el hecho de que cientos de miles de franceses estuvieron recientemente en las calles durante semanas luchando (con justicia) para defender la edad de jubilación de 62 años ante un plan del gobierno para aumentarla a 64 años. Pero, ¡¿dónde estaba su pasión por la justicia cuando estos jóvenes luchaban por su derecho a crecer, ni hablar de jubilarse?!
Mientras tanto, las poderosas fuerzas fascistas francesas afirmaban que los “disturbios” sólo demostraban que siempre habían tenido razón: la inmigración estaba convirtiendo a Francia en un “infierno” (para los sectores más privilegiados; ya es un infierno para las masas básicas), o incluso que el levantamiento demostraba que la gente de África y Oriente Medio estaba predispuesta al comportamiento “criminal” y no cambiaría por muchas generaciones que nacieran en la Francia “civilizada”5.
Los fascistas parecieron ganar terreno entre los franceses de clase media. Un indicador es que una campaña de crowdfunding para la familia del policía asesino recaudó rápidamente 1,6 millones de dólares. Otro son las concentraciones convocadas en toda Francia para apoyar a los ayuntamientos el 3 de julio (al parecer, 99 ayuntamientos fueron atacados por jóvenes durante la rebelión). Aunque algunas personas expresaron su simpatía por Nahel y por los jóvenes inmigrantes en general, objetivamente las concentraciones eran llamamientos al “orden” por encima de todo y en oposición a la rebelión.
Estas dos debilidades están estrechamente interconectadas. Por ejemplo, cuanto más haya una visión positiva del futuro y una postura firme contra la venganza, mejores serán las condiciones para librar una lucha aguda con fuerzas en el medio potencialmente simpatizantes que, de lo contrario, tenderían a temer el colapso del orden social existente y la amenaza del “caos” más que les disgustan la injusticia y destructividad de ese orden. De lo contrario, ese miedo, combinado con el chovinismo nacional francés espontáneo, puede incluso llevarlos a los brazos de las fuerzas fascistas de “la ley y el orden”.
Nada de esto pretende justificar el hecho de que amplios sectores de la población francesa no apoyaron la rebelión. Y ciertamente no significa que la rebelión fuera un “error” porque no apeló a suficientes fuerzas más amplias. Es justo rebelarse contra la opresión, y hacerlo en general crea mejores condiciones para la revolución. De hecho, sin tales rebeliones existe el peligro de que las masas sean pisoteadas aún más; la gente SÍ necesita levantarse contra los crímenes del sistema. Pero es la revolución, no simplemente la rebelión, la que necesitan desesperadamente no sólo los oprimidos sino la humanidad en su conjunto, y esa verdad debe estar cada vez más en el primer plano de los levantamientos de los oprimidos y en todos los sectores de la sociedad.
Todo esto subraya la importancia de este punto, de El nuevo comunismo de Bob Avakian:
Urge que se asuma esta nueva síntesis, de manera amplia, en esta sociedad y en el mundo en su conjunto: dondequiera que la gente venga cuestionando por qué las cosas son como son y si es posible un mundo distinto; dondequiera que la gente hable de la “revolución” pero en realidad no entiende qué quiere decir una revolución, no tenga ningún enfoque científico para analizar y lidiar con lo que enfrenta y lo que hay que hacer; dondequiera que la gente se levante en rebeliones pero esté cercada, decepcionada y a la merced de los opresores asesinos, o que sea mal dirigida por caminos que solo refuercen, a menudo con una brutalidad bárbara, las cadenas esclavizantes de la tradición; dondequiera que la gente necesite una salida de sus condiciones desesperadas, pero no ve la fuente de su sufrimiento y el camino hacia adelante para salir de las tinieblas.