Escrita en el centro de detención de ICE en Jena, Luisiana, 17 de abril de 2025
Mahmoud Khalil
Son las 3 de la madrugada y estoy tumbado sin dormir en una litera en Jena, Luisiana, lejos de mi esposa, Noor, que dará a luz a nuestro bebé en dos semanas. El sonido de la lluvia que golpea el techo metálico disimula los ronquidos de 70 hombres que dan vueltas en la cama sobre colchonetas duras en este centro de detención gestionado por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE). ¿Quiénes sueñan con reunirse con sus familias? ¿Quiénes tienen pesadillas con convertirse en el próximo "error administrativo" de la administración Trump ?
El viernes pasado, estuve en un tribunal mientras un juez de inmigración dictaminaba que el gobierno podía deportarme a pesar de mi estatus de residente permanente legal y de que las acusaciones del gobierno en mi contra eran infundadas: muchas de sus "pruebas" se habían extraído directamente de la prensa sensacionalista. La decisión no resultará en una deportación inmediata; algunos aspectos de mi caso están pendientes en otros tribunales.
Ese mismo día, revisé las cartas de mis simpatizantes. Dos sellos postales mostraban la bandera estadounidense: uno decía "libertad para siempre" y el otro "justicia para siempre". La ironía es asombrosa, sobre todo considerando lo que he aprendido sobre cómo el gobierno explota la ley de inmigración para imponer su agenda represiva. Pienso en la velocidad vertiginosa con la que se escuchó y se decidió mi caso, sin respetar el debido proceso. Por otro lado, pienso en aquellos con quienes estoy encerrado, muchos de los cuales llevan meses o años esperando su “debido proceso”.
Durante la audiencia del viernes, el gobierno afirmó, en nombre del secretario de Estado Marco Rubio, que mis creencias, declaraciones y asociaciones comprometen sus intereses de política exterior. Al igual que los miles de estudiantes con quienes abogué en [la Universidad de] Columbia —incluyendo amigos musulmanes, judíos y cristianos—, creo en la igualdad innata de todos los seres humanos. Creo en la dignidad humana. Creo en el derecho de mi pueblo a mirar el cielo azul sin temer un misil inminente.
¿Por qué protestar contra el asesinato indiscriminado de miles de palestinos inocentes por parte de Israel debería resultar en una erosión de mis derechos constitucionales?
Mis abogados han mencionado que un caso llamado Endo podría ser relevante para mí. Días después, durante mi investigación en una biblioteca jurídica, descubrí la historia humana tras esta abstracción legal. Mitsuye Endo, una mujer japonesa-estadounidense encarcelada durante la Segunda Guerra Mundial, desafió a sus captores y llevó su caso ante la Corte Suprema. Su victoria contribuyó a la liberación de miles de personas.
El encarcelamiento de 70.000 ciudadanos estadounidenses de ascendencia japonesa es un recordatorio de que la retórica de la justicia y la libertad oscurece la realidad de que, con demasiada frecuencia, Estados Unidos ha sido una democracia de conveniencia. Se otorgan derechos a quienes se alinean con el poder. Para los pobres, las personas de color, quienes se resisten a la injusticia, los derechos son solo palabras escritas en el agua. El derecho a la libertad de expresión en lo que respecta a Palestina siempre ha sido excepcionalmente débil. Aun así, la represión contra universidades y estudiantes revela el temor que siente la Casa Blanca ante la idea de que la libertad de Palestina entre en la corriente dominante. ¿Por qué, si no, los funcionarios de Trump no solo intentarían deportarme, sino también engañar intencionalmente al público sobre quién soy y qué defiendo?
Tomo mi ejemplar de "El hombre en busca de sentido" de Viktor Frankl. Me avergüenza comparar mis condiciones en el centro de detención del ICE con las de los campos de concentración nazis; sin embargo, algunos aspectos de la experiencia de Frankl resuenan en mí: no saber qué destino me espera; ver resignación y derrota en mis compañeros detenidos. Frankl escribió desde la perspectiva de un psicólogo. Me pregunto si Hussam Abu Safiya, un reconocido director de hospital secuestrado en Gaza por las fuerzas de ocupación israelíes el 27 de diciembre y que, según su abogado del Centro Al Mezan para los Derechos Humanos, ha sufrido palizas, descargas eléctricas y aislamiento, escribirá sobre su calvario desde una perspectiva médica.
Son casi las 4 de la mañana. Retumban los truenos. A unas filas de distancia, un hombre abraza una botella de agua caliente en un calcetín para entrar en calor. Su tapete de oración le sirve de manta y su cabeza reposa sobre sus zapatos. Un detenido que estuvo rezando toda la noche finalmente se recuesta. Lo atraparon cruzando la frontera con su esposa embarazada y nunca ha visto a su bebé, que ahora tiene 9 meses. Intento convencerme de que este no será mi destino, aunque la sentencia del viernes hace que esa posibilidad sea más real de lo que quiero admitir.
Escribo esta carta al amanecer, con la esperanza de que la suspensión de mis derechos haga sonar las alarmas de que los suyos ya están en peligro. Espero que les inspire indignación porque el instinto humano más básico, el de protestar contra una masacre descarada, está siendo reprimido por leyes oscuras, propaganda racista y un Estado aterrorizado de un público que despierte. Espero que este escrito les sobresalte para que comprendan que una democracia para algunos —una democracia de conveniencia— no es democracia en absoluto. Espero que les sacuda para actuar antes de que sea demasiado tarde.