El ensayo de Austin Sarat, traducido al español por voluntarios de revcom.us:
Un amigo cercano que trabaja en una universidad cercana me preguntó por qué, en 2025, no ha habido protestas estudiantiles del tipo que vimos durante la guerra de Vietnam y después del asesinato de George Floyd.
Se preguntó por qué los campus parecen inquietantemente tranquilos mientras los acontecimientos en Washington, D.C., amenazan a los valores esenciales para la salud de la educación superior, valores como la diversidad, la libertad de expresión y el compromiso con el bien común. También nos preguntamos por qué la mayoría de los líderes de la educación superior están eligiendo el silencio en lugar de la libertad de expresión.
Los decanos y rectores parecen más interesados en armar estrategias sobre cómo responder a las órdenes ejecutivas y desarrollar planes de contingencia para hacer frente a los recortes de financiación que en ejercer un liderazgo moral y montar críticas públicas a los ataques a las normas democráticas y la educación superior.
Mis alumnos tienen sus propias listas de inquietudes. Algunos se sienten directamente amenazados y viven con miedo; otros no ven nada especial en el momento actual. “Es más de lo mismo”, me dijo uno de ellos.
Y muchos docentes se sienten especialmente vulnerables debido a quiénes son o a lo que enseñan. Ellos también se mantienen al margen.
Quizá todos nos ha tentado lo que un estudiante citado por el Yale Daily News llama “una aceptación silenciosa y un dolor silencioso”. Ninguno de nosotros puede ver un camino claro hacia adelante; después de todo, el presidente ganó una pluralidad de votos en noviembre. ¿Cómo podemos salvar la democracia de, y para, el pueblo mismo?
No pretendo juzgar la buena voluntad o la integridad de nadie en nuestras universidades. Allí, como en otros lugares, la gente está haciendo todo lo posible por descubrir cómo vivir y trabajar en circunstancias que cambiaron repentinamente.
Ninguna opción será la indicada para todos, y necesitamos empatía con aquellos que deciden mantenerse al margen. Pero si todos nos quedamos al margen, el silencio colectivo de la educación superior en un momento en que la democracia está en crisis no será juzgado con benevolencia cuando se escriba la historia de nuestra era.
Comencemos por considerar el rol de los rectores de colegios y universidades en tiempos de crisis nacional. En el pasado, algunos se han visto a sí mismos como líderes no sólo de sus instituciones sino, como el clero y los presidentes de fundaciones filantrópicas, de la sociedad civil.
Canalizando a Alexis de Tocqueville, Jeffrey Sonnenfeld de Yale explica que “la voz de los líderes de la sociedad civil ayuda a certificar la verdad”, creando “un ‘capital social’ o confianza comunitaria inestimable”. Se pregunta: “Si los rectores de universidades reciben un pase, ¿por qué no deberían eludir sus deberes todos los líderes institucionales en una sociedad democrática?”.
En los años 1960 y 1970, algunos presidentes de universidades prominentes se negaron a aceptar un pase. Theodore Hesburgh de la Universidad de Notre Dame se convirtió en una voz líder en la lucha por los derechos civiles de los negros. El presidente del Amherst College, John William Ward, no sólo se pronunció públicamente contra la guerra de Vietnam, sino que hasta llevó a cabo un acto de desobediencia civil para protestar en su contra.
Medio siglo antes, otro rector de Amherst, Alexander Meiklejohn, aprovechó la oportunidad que le ofrecía su cargo para hablar a una nación que intentaba recuperarse de la Primera Guerra Mundial y encontrar la manera de lidiar con la inmigración en masa y la llegada de nuevos grupos étnicos.
En un momento de agitación nacional, planteó a los estadounidenses algunas preguntas difíciles: “¿Estamos decididos a exaltar nuestra cultura, a hacerla soberana sobre otras, a mantenerlas sometidas, a tenerlas bajo control? ¿O dejaremos que nuestra cultura corra la riesgo en igualdad de condiciones… ¿Cuál será: una aristocracia anglosajona de la cultura o una democracia?”.
Esas preguntas tienen una resonancia especial en el momento actual.
Pero, especialmente después del 7 de octubre, los rectores de las universidades han abrazado la neutralidad institucional respecto a cuestiones sociales y políticas controvertidas. Eso tiene sentido.
No obstante, la neutralidad institucional no implica que deban permanecer en silencio “sobre los temas del día que son relevantes para la misión central de nuestras instituciones”, por citar al rector de la Universidad Wesleyan, Michael S. Roth. Y, como señala Sonnenfeld, incluso el justamente famoso informe Kalven de 1967 de la Universidad de Chicago, que fue el primero en instar a la neutralidad institucional, “en realidad alentó la voz institucional para abordar situaciones que ‘amenazan a la misión misma de la universidad y sus valores de libre investigación’”.
¿Los ataques a la diversidad, a los estudiantes y profesores internacionales y al estado de derecho y la democracia en sí “amenazan a la misión misma de la universidad”? Si no lo hacen, no sé qué lo haría.
Como Roth, de Wesleyan, recuerda a sus colegas: “Los rectores de las universidades no son simplemente burócratas neutrales o árbitros entre manifestantes, profesores y donantes que compiten entre sí”. Roth los insta a alzar la voz abiertamente.
Pero, hasta ahora, pocos lo han hecho, por preferir mantener un perfil bajo.
El silencio de los líderes universitarios está acompañado de la ausencia de protestas estudiantiles en la mayoría de sus campus. Recordemos que en 2016, cuando el presidente Trump fue elegido por primera vez, “en muchos campus, las protestas estallaron y se prolongaron entrada la noche de las elecciones y duraron varios días”.
Nada de eso está ocurriendo ahora, mientras que la administración Trump está llevando a cabo deportaciones en masa, amenazando a las personas que protestan en los campus universitarios, atacando a la DEI, llamando a una limpieza étnica en Gaza, poniendo fin a los programas de ayuda en el exterior que salvan vidas y pisoteando las normas de la democracia constitucional.
Las protestas de masas en los campus se remontan a 1936, cuando, como explica Patricia Smith, “los estudiantes universitarios de costa a costa se negaron a asistir a clases para expresar su oposición al ascenso del fascismo en Europa y para oponerse a la participación de Estados Unidos en guerras en el exterior”.
Les siguieron el movimiento por la libertad de expresión de la Universidad de California en Berkeley en la década de 1960 y las protestas contra la guerra de Vietnam, incluidas las que se dieron después de los tiroteos fatales a los manifestantes estudiantiles en la Universidad Estatal de Kent por parte de la Guardia Nacional de Ohio. En la década de 1980 hubo protestas contra el apartheid y, más recientemente, estudiantes de todo el país organizaron protestas contra la brutalidad policial y el racismo tras la muerte de George Floyd y contra las acciones militares de Israel en Gaza en respuesta al ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023.
Aunque ha habido pequeñas protestas en unos pocos campus universitarios, nada parecido a lo que ocurrió en respuesta a esos acontecimientos ha sucedido en 2025.
Los estudiantes quizá hayan aprendido una amarga lección de la fuerte represión a los manifestantes que participaban en el activismo pro Palestina. Y muchos de ellos están profundamente desilusionados con nuestras instituciones democráticas. Les importa más la justicia social que conservar la democracia y el estado de derecho.
Es posible que los estudiantes no estén siguiendo los acontecimientos en la capital de la nación o no comprendan la importancia de esos acontecimientos y lo que significan para sí mismos y su futuro.
Es el trabajo de quienes enseñamos en colegios y universidades ayudar a los estudiantes a ver lo que está sucediendo. Este no es el momento de las actividades acostumbradas de siempre. Nuestros estudiantes necesitan entender por qué la democracia es importante y cómo su vida y la vida de sus familias cambiarán en caso de que la democracia estadounidense muera.
En última instancia, debemos recordar que los costos del silencio pueden ser tan altos que los costos de alzar la voz.
M. Gessen tiene razón cuando dice: “Tras un par de semanas del segundo mandato de Trump, quizá parezca que ya estamos viviendo en un país que ha cambiado irreversiblemente”. Tal vez sea así, pero Gessen advierte que lo peor está por venir: “Una vez que una autocracia gana el poder, perseguirá a muchas de las personas que, de manera muy racional, intentaron salvaguardarse”.
Gessen nos pide que recordemos que “las autocracias del siglo 20 se apoyaron en el terror en masa. Las autocracias del siglo 21 a menudo no necesitan hacerlo; sus súbditos las obedecen voluntariamente”.
En la actualidad, los rectores de colegios y universidades, los estudiantes y el personal docente deben preocuparse por algo más que protegernos a nosotros mismos y a nuestras instituciones. Debemos alzar la voz y atestiguar lo que describe Gessen y advertir a nuestros conciudadanos contra el acomodamiento.
No será fácil en un momento en que la educación superior ha perdido algo de brillo a los ojos del público. Pero no tenemos otra opción. Tenemos que intentarlo.
Austin Sarat es profesor de Jurisprudencia y Ciencias Políticas William Nelson Cromwell en el Amherst College.