Bob Avakian escribe que una de las tres cosas que tiene “que ocurrir para que haya un cambio duradero y concreto hacia lo mejor: Las personas tienen que reconocer toda la historia propia de Estados Unidos y su papel en el mundo hasta hoy, y las correspondientes consecuencias terribles”. (Ver "3 cosas que tienen que ocurrir para que haya un cambio duradero y concreto hacia lo mejor").
En ese sentido, y en ese espíritu, “Crimen yanqui” es una serie regular de www.revcom.us. Cada entrega se centrará en uno de los cien peores crímenes de los gobernantes de Estados Unidos, de entre un sinnúmero de sanguinarios crímenes que han cometido por todo el mundo, de la fundación de Estados Unidos a la actualidad.
La lista completa de los artículos de la serie Crimen Yanqui
Desde el momento que llegaron al internado, a los niños les despojaron de su identidad indígena y simultáneamente les adoctrinaron a ver su propia herencia —y a sí mismos— como algo que despreciar y erradicar. A los varones les afeitaron la cabeza y a todos los niños y niñas les quitaban la ropa, reemplazándola con uniformes. Les cambiaban su verdadero nombre, reemplazándolo con un nombre europeo, tanto para “civilizarlos” como para “cristianizarlos”. Les enseñaron inglés y les prohibieron hablar su propio idioma —incluso entre sí— y los obligaron a renunciar sus creencias indígenas y volverse cristianos. Todo esto contribuyó a un sentido de haber perdido su ser.
EL CRIMEN: El genocidio cultural de los indígenas en lo que ahora es Estados Unidos.
El casi total exterminio de los pueblos indígenas en los siglos después de 1492 es uno de los grandes crímenes históricos cometidos por los gobernantes de Estados Unidos — o de cualquier país. Los cálculos creíbles de la población de indígenas norteamericanos en 1492 varían entre 12,5 y 18,5 millones. Y como resultado de epidemias masivas y las “guerras indias” del ejército estadounidense después de la guerra de Secesión, para 1890 la población de indígenas norteamericanos había sido reducida a menos de 240.000 individuos en Estados Unidos, y el tercio de eso en Canadá — una reducción de población de 95 a 99 por ciento.
A partir de la década de 1870 y por un siglo o más, la base de la política de Estados Unidos hacia los pueblos indígenas cambió del aniquilamiento militar a la “asimilación” por la fuerza de los sobrevivientes, con el fin de hacerlos miembros “dignos” de la sociedad que los había devastado y despreciado.
La “educación” llegó a ser el elemento clave del proceso sistemático de genocidio cultural de los indígenas restantes. Durante la década de 1860, empezaron a aparecer en las reservas escuelas organizadas por órdenes religiosas cuyo propósito era la de convertir a los pueblos indígenas al cristianismo, enseñarles inglés, y adoctrinarlos para asimilarse a la nación que los había conquistado y ahora los dominaba.
Pero la Comisión Estadounidense de Asuntos Indígenas concluyó que la asimilación era imposible siempre y cuando los niños siguieran viviendo en sus hogares y regresando a sus familias cada día después de asistir a la escuela. Por tanto, desde la década de 1870 hasta mediados del siglo 20, la política yanqui se convirtió en una en que cada niño indígena sería sacado de su hogar, apartado de su familia, su comunidad y su cultura —a partir de la edad de cinco años— y obligado a vivir en internados (escuelas residenciales) afuera de la reserva, donde se quedarían hasta una década en instituciones de “educación” auspiciadas por el estado. Se calcula que existía hasta 500 internados para indígenas en Estados Unidos: 153 de estos auspiciados por el gobierno federal y muchos más auspiciados por varias denominaciones cristianas y financiados por medio de contratos del gobierno. En su apogeo, este complejo de internados podía alojar a la mitad de todos los niños indígenas. Unos 150.000 niños indígenas asistieron a estos internados durante sus 100 años de existencia.
La asimilación obligatoria a través de la educación: A los niños de las reservas los arrebataban a la fuerza a sus padres y comunidades. Los padres que no cooperaron perdían sus raciones, ropa y otras formas de ayuda. Se mandaban a la policía para detener a los niños que no fueron ofrecidos voluntariamente. Además del inmenso trauma emocional, los líderes de las tribus entendieron que esta política puso en peligro la continuidad de sus tribus.
Desde el momento que llegaron al internado, a los niños les despojaron de su identidad indígena y simultáneamente les adoctrinaron a ver su propia herencia —y a sí mismos— como algo que despreciar y erradicar. A los varones les afeitaron la cabeza y a todos los niños y niñas les quitaban la ropa, reemplazándola con uniformes. Les cambiaban su verdadero nombre, reemplazándolo con un nombre europeo, tanto para “civilizarlos” como para “cristianizarlos”. Les enseñaron inglés y les prohibieron hablar su propio idioma —incluso entre sí— y los obligaron a renunciar sus creencias indígenas y volverse cristianos. Todo esto contribuyó a un sentido de haber perdido su ser.
La muerte por hambre, enfermedad y el duro trabajo obligatorio: Las escuelas seguían el modelo militar, los estudiantes marchaban al comedor, y se les inculcó las “virtudes” del patriotismo y obediencia. Se diseñó la “educación” para servir una agenda extrema de asimilación, con el fin de inculcarles el servilismo. El currículo en las llamadas “escuelas industriales” se enfocó en adiestramiento, no en enseñanza. Las jóvenes aprendieron a ser criadas y sirvientas, o a trabajar en lavanderías industriales. A los jóvenes varones les enseñaron las cosas necesarias para trabajar en ranchos y granjas, o en las fábricas, minas o molinos en todas partes del Oeste estadounidense. Y cuando se requerían que los internados fueran autosuficientes, operaron como fábricas y campamentos de trabajo forzado generando dinero para pagar los gastos del internado.
Se encontró que los niños eran sistemáticamente mal alimentados y de peso menos de lo debido — el resultado de los estrictos límites sobre los fondos para los alimentos, y que el personal se apropiaba el dinero para su propio uso. Esto, junto con el trabajo forzado, contribuyó a una altísima tasa de mortalidad debida a enfermedades. Las epidemias de enfermedades infecciosas eran comunes, como las de tuberculosis, y a veces de viruela. En la Escuela Industrial Indígena Carlisle en Pensilvania, de los 73 niños shoshones y arapajó que se matricularon entre 1881 y 1894, solo 26 de estos niños sobrevivieron. En 1908, un estudio del Instituto Smithsonian determinó que, por lo general, era probable que solo uno de cada cinco estudiantes probablemente estuviera “completamente libre” de síntomas de tuberculosis. Otro estudio en 1912 encontró que el 30% de todos los estudiantes de internados habían contrajado el tracoma, una enfermedad del ojo muy contagiosa que puede conducir a una ceguera.
También el personal de los internados abusó física, emocional y sexualmente a los niños de manera generalizada. Muchos jóvenes murieron al intentar escapar y regresar a su reserva. Los capturados eran devueltos al internado y salvajemente golpeados. De hecho, les infligían el abuso físico brutal —la tortura— a tanto las niñas como los niños por una gama de “infracciones”.
El legado del genocidio cultural: Estudios médicos establecen una relación entre la experiencia de los internados y las condiciones actuales de la sociedad indígena. Asocian el trauma del abuso, la negligencia, y la separación de la familia y la cultura con la alta tasa de suicidio, abuso de sustancias y alcohol, abuso sexual y violencia, y enfermedades como alta presión y diabetes. Un erudito indígena describió “el ‘síndrome de escuelas residenciales’: una mezcla compleja e inextricable de un concepto del yo interior y una autoestima devastados, la insensibilización síquica, la ansiedad crónica, la inseguridad y la depresión”.
Este erudito concluyó que la magnitud de los efectos destructivos provocados por los internados sobre las personas indígenas, individual y colectivamente, no solo en su existencia inmediata sino también en la secuela, fue y sigue siendo incalculable. No es posible apreciar plenamente el impacto del genocidio que sufrieron los pueblos indígenas en estos internados.
LOS CRIMINALES
El gobierno estadounidense y la Oficina de Asuntos de Nativos Americanos fueron responsables de la creación, operación y gerencia del sistema de internados para indígenas y el tratamiento de los niños enviados a los mismos durante casi un siglo. El abuso y trauma que se perpetraron contra estos niños reflejaba el propósito del establecimiento de los internados: llevar a cabo la asimilación forzada de quienes sobrevivieron el genocidio en la sociedad que los despreciaba e intentaba destrozarlos totalmente. Antes de asumir la presidencia, Theodore Roosevelt dijo: “No voy a llegar al extremo de decir que el único indio bueno es un indio muerto, pero sí creo que lo son nueve de cada diez. Y no me gustaría examinar muy de cerca al décimo”.
El coronel Richard Pratt creó y operó el modelo para estas “escuelas”, la Escuela Industrial Indígena Carlisle de Pensilvania. Pratt calificó para tal papel porque había estado a cargo de la prisión militar del Fuerte Marion para prisioneros de guerra apaches. La escuela Carlisle sirvió de prototipo para la extensa red de internados que maltrataron, traumatizaron y devastaron de manera sistemática a 150.000 niños indígenas.
Varias denominaciones cristianas que fueron cómplices en el funcionamiento de dichos internados, la mayoría de los cuales se subcontrataron a denominaciones cristianas cuya responsabilidad era la de “cristianizar” a los pueblos indígenas. Cada iglesia supervisó el manejo de los internados en su zona, por lo que era cómplice en las políticas de genocidio cultural que se implementaban allí. En los internados operadas por los cristianos se cometía el abuso físico, emocional y sexual. Los estudiantes sufrían golpizas, la restricción física, y el aislamiento en sótanos oscuros. Muchos estudiantes optaron por fugarse. Una mujer indígena que sobrevivió la experiencia dijo que les enseñaban que su idioma pertenecía al diablo; que todo lo que había aprendido en su hogar era “feo”; y que “llegué a avergonzarme de ser indígena”. Aprendió a odiarse a sí misma así como a su raza.
LA COARTADA
Unos blancos con ideas reformistas decían que la educación en esas escuelas era una herramienta clave para ayudar a las tribus indígenas a “asimilarse” a la corriente principal del “estilo de vida estadounidense”. Consideraban como inferior la cultura indígena, así que se les tenía que enseñar la importancia de la propiedad privada, la riqueza material y la familia nuclear monógama. Los reformistas pensaban que era necesario “civilizar” a los pueblos indígenas, y hacerles aceptar las creencias y valores del hombre blanco, lo que significó enseñarles las aptitudes, los valores y las creencias del individualismo posesivo, o sea que uno se preocupa más de uno mismo y de sus posesiones como individuo. Eso iba en contra de la creencia básica de los indígenas de la propiedad comunal, que sostenía que la tierra pertenecía a todos. Como dijo un Comisionado de Asuntos Indios de Estados Unidos: para que se efectúe la asimilación, es necesario que los indios aprendan a decir “yo” y “mi” en vez de “nosotros”, y “lo mío” en vez de “lo nuestro”.
EL VERDADERO MOTIVO
Debido a que la intención de los colonizadores fue expropiarles a los indígenas de todas sus posesiones, solo la asimilación más cabal podría reemplazar las campañas de exterminio físico que antes eran la política básica, lo cual significó despojar a los indígenas de su identidad cultural y usar la “educación” para inculcar el servilismo en la población sobreviviente — una “educación” diseñada para arrebatar sistemáticamente a esos jóvenes de su cultura y simultáneamente adoctrinarlos para que vieran su herencia —y a ellos mismos— en los términos considerados apropiados por la sociedad que despreciaba a ambos hasta tal punto que buscaba como cuestión de política su completa erradicación.
En 1910, el Comisionado de Asuntos Indios de Estados Unidos describió su política de esta manera: “un poderoso motor pulverizador que hace añicos [los últimos vestigios de] la masa tribal”. Un discurso del coronel Pratt de 1892 captó tanto el propósito como las consecuencias de los internados indígenas:
Un gran general [Philip Sheridan] ha dicho que el único indio bueno es un indio muerto…. En cierto sentido, estoy de acuerdo con el sentimiento, pero solo en este respecto: que todo lo que hay de indio en la raza debería estar muerto. Matar lo indio en él, y salvar al hombre.
La máxima de Pratt —“Matar al indio, salvar al hombre”— capta el significado de la asimilación, es decir forzarlos a ser “estadounidenses”, tal y como fue aplicado a los pueblos indígenas.
La principal fuente de este artículo es
Kill the Indian, Save the Man: The Genocidal Impact of American Indian Residential Schools [Matar al indio, salvar al hombre: El impacto genocida de los internados para los indígenas de Estados Unidos], Ward Churchill, 2004, City Lights Books.