
Mahmoud Khalil
Me llamo Mahmoud Khalil y soy prisionero político. Les escribo desde un centro de detención en Luisiana, donde me despierto con mañanas frías y paso largos días presenciando las injusticias silenciosas que se cometen contra muchísimas personas privadas de la protección de la ley.
¿Quién tiene derecho a tener derechos? Ciertamente no son los humanos hacinados en las celdas aquí. No es el senegalés que conocí, que lleva un año privado de libertad, con su situación legal en el limbo y su familia a un mar de distancia. No es el detenido de 21 años de edad que conocí, que llegó a Estados Unidos a los nueve años de edad, solo para ser deportado sin siquiera una audiencia.
La justicia escapa a los límites de las instalaciones de inmigración de Estados Unidos.
El 8 de marzo, agentes del DHS me detuvieron, se negaron a proporcionarme una orden judicial y nos abordaron a mi esposa y a mí cuando regresábamos de cenar. Ya se han hecho públicas las imágenes de esa noche. Antes de que pudiera darme cuenta, los agentes me esposaron y me obligaron a subir a un coche sin marcas. En ese momento, mi única preocupación era la seguridad de Noor. No tenía ni idea de si a ella también se la llevarían, ya que los agentes habían amenazado con arrestarla por no separarse de mí. El DHS no me dijo nada durante horas — desconocía la causa de mi arresto ni si me enfrentaba a una deportación inmediata. En el número 26 de la Federal Plaza, dormí en el suelo frío. De madrugada, los agentes me trasladaron a otro centro en Elizabeth, Nueva Jersey. Allí, dormí en el suelo y me negaron una manta a pesar de haberla solicitado.
Mi arresto fue consecuencia directa de ejercer mi derecho a la libertad de expresión al defender a una Palestina libre y un fin al genocidio en Gaza, un genocidio que se reanudó con toda su fuerza el lunes por la noche. Tras la ruptura del alto el fuego de enero, los padres y madres en Gaza vuelven a acunar sudarios demasiado pequeños, y las familias están obligadas a sopesar el hambre y el desplazamiento frente a las bombas. Es nuestro imperativo moral persistir en la lucha por su completa libertad.
Nací en un campo de refugiados palestinos en Siria, en el seno de una familia desplazada de su tierra desde la Nakba de 1948. Pasé mi juventud cerca, pero lejos de mi tierra natal. Pero ser palestino es una experiencia que trasciende fronteras. Veo en mis circunstancias similitudes con el uso que hace Israel de la detención administrativa —el encarcelamiento sin juicio ni acusaciones— para despojar a los palestinos de sus derechos. Pienso en nuestro amigo Omar Khatib, quien fue encarcelado sin cargos ni juicio por Israel al regresar a casa de un viaje. Pienso en el director del hospital y pediatra de Gaza, el Dr. Hussam Abu Safiya, quien fue capturado por el ejército israelí el 27 de diciembre y permanece hoy en un campo de tortura israelí. Para los palestinos, el encarcelamiento sin el debido proceso es algo habitual.
Siempre he creído que mi deber no es solo liberarme del opresor, sino también liberar a mis opresores de su propio odio y miedo. Mi injusta detención es un reflejo del racismo antipalestino que las administraciones de Biden y Trump han demostrado durante los últimos 16 meses, mientras Estados Unidos ha seguido suministrando armas a Israel para matar a palestinos e impedir la intervención internacional. Durante décadas, el racismo antipalestino ha impulsado los esfuerzos para expandir las leyes y prácticas estadounidenses que se utilizan para reprimir violentamente a los palestinos, árabes estadounidenses y otras comunidades. Precisamente por eso estoy en la mira de ellos.
Mientras espero decisiones legales que ponen en juego el futuro de mi esposa e hijo, aquellos que facilitaron que me pusieran en la mira están sentados cómodamente en la Universidad de Columbia. Las rectoras Shafik y Armstrong y la decana Yarhi-Milo sentaron las bases para que el gobierno estadounidense me pusiera en la mira al disciplinar arbitrariamente a estudiantes pro-palestinos y al permitir que las campañas virales de doxeamiento —por motivos de racismo y desinformación— siguieran sin control.
La Universidad de Columbia me puso en la mira por mi activismo, creando una nueva oficina disciplinaria autoritaria para circunvenir el debido proceso y callar a los estudiantes que criticaban a Israel. La Universidad de Columbia se rindió ante la presión federal al divulgar los expedientes de los estudiantes al Congreso y al ceder a las últimas amenazas de la administración Trump. Mi arresto, la expulsión o suspensión de al menos 22 estudiantes de la Universidad de Columbia —algunos de ellos despojados de sus títulos de licenciatura tan sólo unas semanas antes de graduarse— y la expulsión del presidente de SWC, Grant Miner, en vísperas de las negociaciones del contrato, son claros ejemplos.
En todo caso, mi detención es un testimonio de la fuerza del movimiento estudiantil para cambiar la opinión pública a favor de la liberación palestina. Los estudiantes han estado durante mucho tiempo al frente del cambio: liderando la lucha contra la guerra de Vietnam, estando en la primera línea del movimiento por los derechos civiles e impulsando la lucha contra el apartheid en Sudáfrica. Hoy también, aunque el público aún no lo comprenda a fondo, son los estudiantes los que nos guían hacia la verdad y la justicia.
La administración Trump me ha puesto en la mira como parte de una estrategia más amplia para suprimir el disentimiento. Tanto los titulares de visas como los de tarjetas de residencia y los ciudadanos por igual estarán en la mira de la persecución por sus ideas políticas. En las venideras semanas, estudiantes, defensores y funcionarios electos deben unirse para defender el derecho a protestar por Palestina. No solo están en juego nuestras voces, sino las libertades civiles fundamentales de todos.
Muy consciente de que este momento trasciende mis circunstancias individuales, espero, no obstante, ser libre para presenciar el nacimiento de mi primogénito.