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Del Capítulo 1: “Mis padres” y del Capítulo 2: “Una nación bajo dios—Niñez en los años 50”,
de una autobiografía de Bob Avakian

From Ike to Mao and Beyond
My Journey from Mainstream America to Revolutionary Communist


El autor y su familia: Spurgeon (papá), Marjorie (hermana mayor), Bob, Ruth (mamá) y Mary-Lou (hermana menor).

Capítulo 1:
Mis padres

Mis padres se tuvieron mucho cariño los más de sesenta años que vivieron juntos. Eso es algo que siempre reconocí y aprecié. Con mi madre en especial, siempre reconocí su compasión, generosidad y abnegación, pero de niño en los años 40 y 50, en la capa de clase media en que me crié, en realidad no la valoraba. Daba por sentado su apoyo, ayuda, compasión y sacrificio por otros miembros de la familia o por gente que no era de la familia. Pero de adulto me enteré de muchas cosas de mi madre y aprendí a apreciarla mucho más que de niño. Por ejemplo, cuando era joven, en los años 30, trasladó la familia en auto de un lado a otro del país, lo que no era común para una mujer. En otra ocasión, cuando era maestra de preparatoria, una estudiante necesitaba un curso de latín para graduarse y, como en la escuela no daban esa clase, mi madre organizó una clase de latín para ayudarla. Más que ejemplos específicos, me doy cuenta de que adopté muchos de sus valores.

Otro aspecto de mi mamá es que era una gran amante de la naturaleza; lo aprendió de su familia y en particular de su padre. Le gustaba llevarnos a las montañas y a sitios muy lindos que aprendí a querer. Una vez mis padres, mi hermana menor Mary-Lou y yo fuimos a las montañas y de regreso teníamos que pasar por el feo pueblito de Merced, no muy lejos de Fresno. Ya casi era hora de almorzar y estábamos a una hora de Merced. Mi madre quería que almorzáramos en un lugar lindo de las montañas, pero los demás queríamos comer helado o algo así en Merced. Después de mucho discutirlo, decidimos votar y mi padre votó por comer en Merced. Mi mamá se enfureció, y ahora veo que tenía razón. Su posición era correcta, pero no ganó. A fin de persuadirnos, cuando íbamos a votar, dijo: OK, ¿quién quiere almorzar en las montañas, al lado de un lindo arroyo fresco —lo dijo en una voz cantarina y atractiva—y quién quiere almorzar en el calor y fealdad de Merced? Lo dijo con la voz tan cargada de desdén que sonaba como si fuéramos a comer en un basurero.

Por más que amañó la votación, no ganó; para la familia eso se volvió una especie de metáfora para indicar una fuerte preferencia aunque uno posara de neutral. Por supuesto que ella estaba en lo correcto y ahora yo tomaría partido con ella sin la menor vacilación. Esto muestra cómo era mi mamá: muy resuelta y muy amante de la naturaleza.

Yo aprendí esas dos cosas de ella, y las conservo. Mi papá se crió en un rancho y le encantaba ir a una casa que tenían en las montañas Santa Cruz, pero no le gustaba mucho alejarse de las comodidades modernas. Como he dicho, de niño era pobre, así que no era porque no supiera pasar trabajos. Pero para él unas vacaciones ideales no eran irse al campo en plan sencillo y rústico; a mi madre sí le gustaba ese plan y solía convencerlo, por lo que yo me alegraba.

Mis padres se conocieron en Berkeley. Ella estudiaba en la Universidad de California (Cal), lo cual no era común en esa época. Debido a la Depresión y al hecho de que mi padre estaba estudiando, no tenían dinero para casarse y les tocó esperar tres años. En ese tiempo ella se graduó, buscó trabajo durante un año y por fin le ofrecieron trabajo de maestra en un pueblo a unas dos horas de Berkeley. Ahí enseñó en la preparatoria dos años; durante ese tiempo no podía decir que estaba prometida porque en la escuela hubieran pensado que se iba a ir del trabajo tan pronto se casara y la habrían despedido. Así que le tocó ocultar que estaba prometida y varios maestros de la escuela querían salir con ella. Fue una situación muy incómoda hasta que mi padre terminó los estudios y se pudieron casar.

La posición social de mis padres era diferente, pero ninguna de las familias se opuso al matrimonio. Aunque los parientes armenios eran muy cerrados, pensaban que lo más importante eran las cualidades de la persona, no que fuera armenia. A mi madre la aceptaron inmediatamente por la actitud de mis abuelos y porque era una persona muy agradable. Ella aprendió a cocinar platillos armenios y adoptó ciertas costumbres armenias. Además, ¡mi padre no hubiera aceptado ninguna ridiculez! Por todas esas razones, la aceptaron fácilmente. No he oído que hubiera fricción de parte de mis abuelos maternos hacia mi papá. Eran buena gente, aunque eran muy conservadores. Para ser francos, el hecho de que mi papá era abogado le daba cierto peso.

A pesar de la atmósfera conservadora en que se crió, mi madre no se relacionaba con los demás de un modo estrecho ni exclusivo. A no ser que alguien hiciera algo que le repugnara o que la hiciera pensar que era una mala persona, ella lo aceptaba y lo quería para toda la vida. Además de las “noches de sacrificio” los domingos de cuaresma, mis padres hacían otras “obras de caridad”, por iniciativa de mi madre, como en la película de Jack Nicholson About Schmidt,en que “adoptan” a un niño de África y le mandan dinero. Además de dar dinero, ellos se interesaban en los niños, les escribían y los visitaban de niños y ya de adultos. Mi madre tenía un gran corazón y los brazos siempre abiertos, y acogió de todo corazón a mucha gente en su vida. Uno tenía que hacer algo muy malo para no gustarle: no era la clase de persona que rechaza por razones superficiales.

Recuerdo que cuando tenía cuatro o cinco años me puse a repetir una copla que decían mis amigos, una variación racista de una canción infantil tradicional: “eeny, meeny, miny mo, catch a nigger by the toe”. Yo ni siquiera sabía qué quería decir la palabra “nigger” y la repetía porque la decían los demás. Mi madre me paró y me dijo: Eso no está bien, es una palabra fea. A continuación me explicó, como se le puede explicar a un niño de esa edad, por qué no era bueno decir esa palabra. Es algo que siempre recordaré. No sé exactamente qué influencias tuvo ella en ese sentido, pero lo recuerdo muy claramente: es una de esas cosas que hacen parar en seco, aun a un niño. No me regañó; me explicó con calma que no estaba bien decir eso. Era algo típico de mi madre y, obviamente, dejó una huella indeleble en mí.

Otra cosa que aprendí de mi madre fue a ver a las personas desde todos los ángulos, ver sus distintas cualidades, y no descartarlas porque tengan ciertas características negativas o superficiales. También aprendí de ella qué clase de persona ser: tratar de ser desinteresado y abierto, compasivo y generoso, no cerrado e intolerante. Creo que esa es una de las mayores influencias que mi madre dejó en mí.

Capítulo 2:
Una nación bajo dios—Niñez en los años 50

Mi niñez fue típica de los años 50: deportes, buenos (y malos) ratos con mis hermanas y picardías en la escuela. Eso no quiere decir que fuera idílica ni aislada del mundo: el distinto condicionamiento social de niños y niñas era constante, y sentí el impacto de los asuntos centrales del mundo “adulto”, como la segregación, el macartismo y el conformismo.

Nos mudamos a Berkeley cuando tenía tres años y tengo varios recuerdos muy claros y varias impresiones de esos tiempos. Recuerdo cuando a los cinco años me dijeron que Santa Claus no existe. En mi casa nos daban regalos el 24 de diciembre y mi padre o un tío se vestía de Santa Claus. Cuando uno empieza a tener uso de razón, se da cuenta de que a la hora de los regalos siempre falta alguien. Ese año, después de que “Santa Claus” nos dio los regalos y me acosté, mis padres entraron a mi cuarto y me dijeron: Seguro que ya sabes esto, pero en realidad Santa Claus no existe. Yo contesté: Ajá, ya me había dado cuenta. Recuerdo que eso creó ciertas tensiones con mis compañeros de kinder porque a esa edad, naturalmente, no me puse a pensar en lo que estaban haciendo otras familias al respecto y me puse a decir que Santa Claus no existe, pero otros niños todavía creían en él.

Para dar una idea de la clase de niño que era, una vez se me ocurrió que en vez de ir a la escuela sería más divertido ir a jugar, y eso hicimos un amigo y yo. Mis padres se angustiaron mucho y mi mamá se puso a buscarnos hasta que nos encontró: nos pareció divertido irnos a jugar ese día. Otra vez, un muchacho me animó a saltar de una ventana de una casa de dos pisos con promesas de que me agarraría; yo estaba a punto de hacerlo cuando mi mamá llegó y paró el juego: estaba pasando las piernas por la ventana. Mi mamá se puso furiosa. Recuerdo cosas así, locuras que uno hace y vive para contarlo.

Deportes

Los deportes han sido una parte muy importante de mi vida desde muy pequeño. Creo que empecé a jugar fútbol americano, baloncesto y béisbol como a los cinco años. Cumpliendo lo que prometió cuando estaba enfermo de poliomielitis, mi padre me enseñó todos esos deportes. Era una parte muy importante de su vida: le encantaban los deportes y quería que yo también tuviera esa afición. Francamente, era porque yo era el único niño de la familia; no es que a mis hermanas las excluyera directamente, pero era algo especial conmigo porque yo era el niño.

Mi papá me empezó a llevar a partidos de fútbol americano y de baloncesto en la universidad desde que tenía cuatro o cinco años. Cada año había un desfile por el centro de Berkeley para inaugurar la temporada de fútbol americano: ese era uno de los días más emocionantes del año para mí y, gracias al desfile, el regreso a clases casi era tolerable. Nuestra escuela primaria era pequeña, pero teníamos equipos de béisbol, baloncesto y fútbol americano. Jugábamos con otras escuelas y participábamos en campeonatos con los equipos de toda la ciudad. Teníamos un equipo de niños de primer y segundo año, en el que jugué cuando tenía seis y siete años.

Desde que era muy pequeño, mi papá se tomaba la tarde e iba a mis partidos siempre que podía. Tomaba fotos desde la línea de banda de la cancha con su camarita de 8 milímetros. Cuando yo estaba en quinto o sexto grado y hacía un pase largo, se ponía a medir la cancha a pasos para medir mi pase. Decía: 33 yardas, fue un pase de 33 yardas para un touchdown. Mejor dicho, siempre me alentaba. Mi padre tenía un amigo, un compañero de trabajo de cuando era abogado del gobierno en la capital, y le escribía con frecuencia exagerando mis hazañas deportivas. Le escribía como si yo fuera un deportista profesional, exagerando a propósito, y el amigo le contestaba.

A su manera, mi madre también compartía mi entusiasmo por los deportes, pero para mi padre era una gran pasión y se enorgullecía mucho de que yo jugara. Sin embargo, no era una cosa negativa de ponerme presión y despreciar a los otros niños. No me gritaba cuando me iba mal; cuando perdimos el partido del campeonato de fútbol americano de las escuelas primarias, mis padres me consolaron y no dijeron que los decepcioné. No era ese tipo de presión.

A mí me encantaban los deportes y trataba de jugar cada vez que podía, sin importar si los demás eran mayores que yo. Por eso desde muy niño, como desde los cinco años, empecé a jugar y a andar con niños mayores, de diez u once años y adolescentes. En el mundo de los deportes en esta sociedad hay un elemento fuerte de machismo y una de sus manifestaciones es decir palabrotas. Un día, estábamos jugando en familia y cuando se me cayó la pelota dije: ¡Mierda! En el mundo de mis padres eso no se decía, especialmente en público. No se pusieron bravos, pero me dijeron que era una mala palabra y que no debía decirla. Al poco rato los miré y les dije: Bueno, ¿pero sí se puede decir chúpale, chúpale?, que es otra cosa que decían los niños mayores.

De niño, mi vida era puro fútbol americano, baloncesto y béisbol todo el año: de septiembre a fines de noviembre jugaba fútbol; de diciembre a la primavera jugaba baloncesto; y toda la primavera y el verano jugaba béisbol. Era una temporada tras otra y yo adoraba cada deporte, por turnos, en su temporada.

Cuando tenía seis años nos mudamos a una casa en las lomas de Berkeley que quedaba a la misma distancia de dos escuelas: Cragmont y Oxford. Mis padres me dijeron: Puedes ir a la escuela que quieras; tú escoges. Yo dije: Bueno, pero quiero verlas. Mi papá me llevó a ver las dos escuelas y yo escogí Oxford porque cuando pasamos por ahí vi que tenía canchas de baloncesto.

Tuve la suerte de tener un buen entrenador. Era un estudiante de Cal que también cuidaba el patio en verano, los fines de semana y después de clases. Lo recuerdo con mucho cariño; era buena persona, no como un sargento. Para dar una idea de cómo eran otros entrenadores, una vez en cuarto grado estábamos jugando fútbol americano e íbamos perdiendo por dos puntos, pero en la última jugada yo lancé un pase para un touchdown y ganamos. Bueno, eso fue lo que pensamos. Ese día no se presentó el árbitro, y el entrenador del otro equipo hizo de árbitro. Su equipo estaba fuera de juego en la última jugada. El entrenador se acercó corriendo al capitán de nuestro equipo ese día y le dijo: Estaban fuera de juego; ¿lo aceptas, lo aceptas? El capitán no entendió de qué hablaba y pensó que se refería al touchdown y dijo que sí; pero el entrenador/árbitro dijo que él estaba hablando del penalty fuera de juego, así que nos tocó repetir la última jugada. Volví a lanzar el pase pero esa vez estuvo corto y perdimos el partido. Ese entrenador/árbitro no ha debido ponerle tanta presión a un niño de 11 de años, no ha debido ponerle esa trampa; ganar no debe ser tan importante.

Nuestro entrenador no era así; era buena persona y no nos hacía sentir como si le hubiéramos fallado al universo, y a él, si perdíamos un partido o incluso un campeonato.

Pero desde que tenía como nueve o diez años, yo jugaba todo el tiempo con muchachos mayores y me inculcaron la idea de que hay que ganar, hay que ganar, hay que ganar, y que perder era una desgracia. Me lo metieron en la cabeza a fuerza de repetirlo, no de modo explícito, pero se me pegó de andar con ellos, así como el machismo y las cretinadas que los muchachos absorben en esta cultura. Era algo muy pronunciado en general en los años 50, pero los muchachos que practicaban deportes recibían una dosis especialmente fuerte. Ese fue un lado negativo de jugar y andar con muchachos mayores. Por otra parte, tuvo muchas cosas positivas por la época y por las oportunidades que me dio de conocer y relacionarme con muchachos de otros mundos, especialmente muchachos negros. Eso fue positivo. El lado negativo era la actitud machista, militarista, de ganar a cualquier precio. Eso no lo aprendí de mi entrenador de primaria ni de mis padres.

Mis hermanas

En general mis hermanas y yo nos llevábamos bien, pero crecimos en la típica situación en que ellas tenían que hacer oficios “domésticos”, como planchar la ropa, inclusive planchar mi ropa. En la preparatoria [grados 10 a 12] conocí compañeros pobres que tenían que planchar su ropa. En mi casa mis hermanas tenían que hacer todas esas labores; a mí no me tocaba y tenía menos oficios que ellas.

Mi hermana menor me recordó algo que se me había olvidado: cuando tuve edad para conducir y saqué la licencia, mis padres me prestaban uno de los dos carros; pero cuando Mary-Lou sacó la licencia y quería el carro, mi actitud fue: ¿Para qué necesitas el carro? Tú eres mujer; yo necesito el carro. Así que fuera de las tensiones habituales de los hermanos, la socialización sexual y la dominación masculina predominantes generaba otras tensiones. Aunque yo quería a mi hermana, mi actitud en esa época era que el carro era para los hombres; las mujeres debían tener un hombre que las llevara a todas partes y no necesitaban carro.

Desde pequeños tuvimos problemas porque yo era muy travieso. Recuerdo un ejemplo: a la hora de la cena mi padre nos contaba de los pleitos y demandas en que estaba trabajando; todos aprendíamos derecho en esas conversaciones. Yo, como era travieso, engañaba a Mary-Lou para que firmara un contrato y me traspasara la propiedad de sus juguetes favoritos; era por pura picardía, no porque los quisiera. Ella firmaba inocentemente los contratos y después yo le decía: Bueno, ahora dame ese juguete. Ella contestaba: No, es mío, y yo le decía: Sí, pero me lo acabas de traspasar. Ella se ponía a llorar y se iba a buscar a mi papá, quien venía, miraba el contrato y lo invalidaba ¡porque se suscribió en circunstancias fraudulentas! Mary-Lou y yo éramos muy amigos y no quiero dar la impresión de que siempre nos peleábamos, pero a mí me gustaba hacerle picardías… y después mi papá echaba al traste todos mis elaborados trucos.

Mary-Lou y yo jugábamos mucho en la casa. Desde los nueve años hasta la secundaria, a mí me daba la “enfermedad del domingo por la noche”. Como no quería ir a la escuela el lunes, empezaba a toser como a las 8 de la noche. Me acostaba y me despertaba con “ataques de tos” varias veces. Como a las 5 ó 6 de la mañana los ataques eran agudos, hasta que uno de mis padres venía y decía: Has tosido toda la noche. Yo contestaba: Sí, me siento mal, estoy enfermo. Después seguía un diálogo más o menos así: Bueno, ¿puedes ir a la escuela? Yo contestaba: Solo te importa que vaya a la escuela, no te importa si estoy enfermo. Así a veces me quedaba en casa.

También convencía a Mary-Lou de que hiciera lo mismo; a veces se quedaba en casa y nos divertíamos de lo lindo. Yo amarraba una camita de huéspedes rodante a una puerta con una cuerda y, abríamos y cerrábamos la puerta para pasear en la cama. También hacíamos un fuerte con cobijas y cobertores. Recuerdo que cuando tenía seis años la estrella de fútbol americano de Cal era Jackie Jensen, y mi papá y yo siempre hablábamos de él cuando practicábamos béisbol. Un día Mary-Lou, que tenía tres años, agarró un balón de fútbol y se puso a correr por el patio diciendo: yo Jackie Jensen, yo Jackie Jensen. Era su forma de incorporarse al juego para no quedar fuera.

Mi hermana mayor, Marjorie, nos cuidaba cuando mis padres salían. Eso creaba conflictos y altercados entre ella y nosotros, los dos pequeños. Pero Marjorie y yo también éramos muy amigos. Nos contábamos nuestros secretos y conspirábamos contra nuestros padres; nos quejábamos de ellos, de lo que no nos dejaban hacer o de lo que nos mandaban a hacer. Recuerdo una vez que mis padres se fueron de viaje por una semana y nos dejaron con un estudiante universitario amigo de la familia. Él no sabía nada de manejar niños y no sabía nada de nosotros, así que teníamos un montón de quejas contra él y nos parecía un tirano. Marjorie y yo nos reuníamos y conspirábamos contra él y pensábamos cómo amargarle la vida porque nos parecía inaguantable. El pobre estaba en una posición imposible. Recuerdo que conspirábamos y hablábamos de cosas, como suelen hacerlo los niños.

En realidad mis hermanas y yo éramos muy unidos, a pesar de las tensiones usuales entre hermanos y de las tensiones que causaban los papeles sociales tradicionales. A pesar de todo eso, éramos muy unidos y buenos amigos.

De todos modos, el condicionamiento sexual tradicional desde temprana edad era constante. En la escuela yo me relacionaba con niñas y a veces trabajábamos en proyectos. Pero fuera de la escuela y en el recreo, las niñas jugaban con niñas y los niños jugaban con niños. No faltaban los coqueteos usuales, pero en realidad no se daban amistades entre los dos sexos.

Por todo eso la situación con mis hermanas fue contradictoria. Yo las quería mucho, éramos muy unidos en muchos aspectos y hacíamos algunas cosas juntos. A veces yo era el hermano mayor, y a veces el hermano mayor pícaro (o menor, según la hermana). Pero ellas iban a bailes y no a partidos; o iban a las girl scouts cuando yo iba a los cub scouts (yo no entré a los boy scouts ¡porque me quitaba mucho tiempo de los deportes!). Vivíamos en dos mundos distintos buena parte del tiempo. Cuando crecimos y nos empezamos a interesar en el sexo opuesto, hablábamos y nos dábamos consejos, pero era una situación contradictoria. Nuestros mundos se entrecruzaban, especialmente en la familia, pero eran muy diferentes.

Esto, repito, se daba en un contexto social. La televisión pasaba toda clase de anuncios que, en retrospectiva, además de promocionar ciertos productos promocionaban una ideología. Por ejemplo, Lorraine Day era la vocera de Amana, un grupo religioso que se financiaba con la fabricación de electrodomésticos. Lorraine Day era una institución: demostraba los refrigeradores, cómo usar el congelador, etc. Esto iba dirigido a las mujeres para convencerlas de que necesitaban los últimos electrodomésticos.

Aunque mi madre seguía el molde de la esposa y madre clásica, tenía muchos otros aspectos. Tan pronto como crecimos lo suficiente, volvió a enseñar como maestra sustituta y a veces trabajaba en un salón mucho tiempo. Mi padre dominaba la conversación de la mesa hablando de sus juicios, pero mi madre participaba y hablaba de otras cosas, no solo de preocupaciones domésticas.